Reproducción de la columna ‘Las palabras’ publicada en la edición 2328 de la revista ‘Caretas’.
Los periodistas conocemos por lo general los clichés de nuestra profesión. Que el periódico de ayer envuelve el pescado de hoy en la aleccionadora intimidad de primicias con escamas.
Pero también sabemos que la mortalidad de la primicia es el comienzo de la historia y por ello que tan importante como cosechar la verdad de los hechos y exponerlos, ordenados y veraces, es saber guardarlos bien, en un tránsito sin distorsión de la actualidad a la memoria.
El epidémico crecimiento de los narcovuelos me trajo memorias precisas de lo que sucedió veinte años atrás, cuando ya había una larga experiencia en la lucha contra el narcotráfico. Así que busqué y revisé mis notas de entonces.
En 1995 hice un reportaje en profundidad sobre la coca y el narcotráfico en Bolivia y Perú. Ese año hubo un punto de inflexión en la ‘guerra contra las drogas’ que no se dio antes ni se repitió después.
Desde comienzos de los 80 hasta 1995, el narcotráfico se había convertido en un factor central –trágico, sangriento, poderoso, letal a la vez que enormemente lucrativo– en la vida de Colombia, Bolivia y Perú.
Nuestro país, primer productor de coca y pasta básica, dependía de los traficantes colombianos, verticalmente integrada con ellos a través de un puente aéreo que convirtió muchas pistas de aterrizaje pueblerinas en agitados aeropuertos internacionales.
Las plantaciones de coca crecieron sin parar. Si en 1980 había poco menos de 40 mil hectáreas plantadas con coca en todo el Perú, en 1988 había casi 140 mil. En solo ocho años se plantó 100 mil hectáreas nuevas de cocales en el Perú. En comparación, toda el área plantada con cocales en el Perú es ahora de aproximadamente 60 mil hectáreas.
Hay semejanzas importantes y grandes diferencias entre entonces y ahora. Las dos más importantes son, por cierto, la guerra interna y el descalabro económico que vivía nuestro país. El peso específico del narcotráfico era inmensamente superior al que tiene hoy. No solo la producción de pasta básica de cocaína era más del doble que la actual sino que tenía mucha mayor importancia que la de hoy.
Las medidas para enfrentar ese auge descontrolado fueron básicamente similares a las de ahora.
La erradicación de cocales se intentó desde el comienzo y fue uno de los temas obsesivamente favoritos de los estadounidenses. Había algo de seductor, imagino, de puritano, en erradicar, sacar de raíz la planta viva, la coca, sin la cual nada del resto era posible. Como además es una acción repetitiva, el coca count se convierte con facilidad en la estadística de supuestos progresos.
Pero desde el comienzo la inutilidad de la erradicación fue tan obvia que resulta difícil entender porqué se persistió tanto en ella. ¿Qué hacía pensar que atacando a los cocaleros pobres se iba a eliminar a los narcotraficantes ricos? Nada más fácil para un narco que reemplazar un cocal erradicado por otro nuevo, un campesino pobre por otro. La necedad, sin embargo, es persistente.
«Desde el comienzo la inutilidad de la erradicación fue obvia. ¿Qué hacía pensar que atacando a los cocaleros pobres se iba a eliminar a los narcotraficantes ricos?»
A comienzos de los 90, no obstante, empezó a planificarse por primera vez una interdicción en serio.
El primer intento de interdicción aérea de los narcovuelos se realizó en 1991. Los resultados fueron apenas modestos, puesto que los interceptadores peruanos solo vigilaron la frontera norte durante el día. Los narcovuelos se hicieron nocturnos. Meses después, luego que cazas de la FAP atacaran un avión C-130 estadounidense, el 24 de abril de 1992, el programa de interdicción se paralizó.
Tres años después, en abril de 1995, un plan integral de interdicción aérea conjunta entre Perú y Estados Unidos, se puso en marcha, veinticuatro horas al día, siete días por semana.
Basados en Panamá, los aviones AWAC vigilaban el tráfico aéreo sobre Colombia, Perú y Brasil. Los vuelos sospechosos eran identificados y transmitidos a los radares de mediana altura, a bordo de dos Orion P-3, basados en Chiclayo, que precisaban la ubicación y trayectoria de la avioneta. También intervenían dos Citation C-550 y un bimotor Merlin equipados con radar. Desde tierra un viejo radar ANTPS-43 barría un radio de 350 millas.
La interceptación era básica pero suficiente: Dos tucanos y dos A-37B, eran guiados por los aviones equipados con radar hasta establecer contacto visual con las presuntas narcoaeronaves. De día o de noche.
Los resultados fueron rápidos y dramáticos. Más de 40 aeronaves fueron interceptadas en los primeros meses y 13 o 14 fueron derribadas.
El efecto en el mercado, el verdadero campo de batalla, fue decisivo. Pichis Palcazu, que era entonces también lugar de embarque de la droga, que tenía tres o cuatro vuelos por día en 1993, bajó a uno o dos por semana en 1995. En Palmapampa, en el VRAE, no hubo ningún vuelo.
Los precios de la cocaína, la pasta, la hoja de coca, se desplomaron, muy por debajo de su costo de producción. Los cocales tuvieron que abandonarse y murieron.
El mercado y la naturaleza erradicaron solos más de 100 mil hectáreas que no se repusieron. En 1999 quedaban menos de 38 mil hectáreas plantadas con coca en todo el país. Menos que en 1980. Fue una gran oportunidad para estimular a fondo el desarrollo de una economía legal, que se desperdició y se perdió.
La interdicción terminó luego del derribo de una avioneta que llevaba a una familia de misioneros estadounidenses en Loreto, el 21 de abril de 2001.
La evidencia de seis años indica que la interdicción aérea fue eficaz. Creo que, bien aplicada y con mejores salvaguardas para evitar errores trágicos como el del 2001, sería igualmente exitosa hoy.
Hay un cambio importante, sin embargo, entre entonces y ahora. Los estadounidenses, antes aliados operativos en la interdicción, ahora se oponen activamente a reasumirla y hasta hablan de sanciones en el caso de hacerlo.
Cuando los gringos hablan, es aconsejable escuchar pero es opcional estar de acuerdo o no.
¿Consideramos que la proliferación impune de narcovuelos es un problema de seguridad nacional o no? Me imagino que hasta en Shangri La, la penetración de decenas de vuelos ilegales en uno de los lugares más difíciles y vulnerables de su territorio, sería considerado como tal.
¿Por qué difícil y vulnerable? Por Sendero y porque además la zona es contigua al corazón energético del país.
El Perú puede decretar zonas de exclusión parcial al tráfico aéreo y permitir solo los vuelos claramente autorizados y adecuadamente identificados.
La FAP, que ya está parcialmente equipada para una vigilancia aérea adecuada, debiera prepararse para la detección e interdicción de los vuelos ilegales. Para el patrullaje, identificación y seguimiento de esos vuelos, debe establecer relaciones estrechas y operaciones conjuntas con, sobre todo, los brasileños y también con los bolivianos.
Una actitud más decidida y una revisión continua de los procedimientos de interdicción aérea de acuerdo con los resultados, deberían tener un impacto relativamente rápido y un efecto en determinar la mayor o menor severidad de las zonas de exclusión.
En resumen, la vigilancia y, de ser necesario, la fuerza, no debe emplearse contra los campesinos cocaleros sino contra el narcotráfico organizado. Y la historia reciente evidencia que romper el puente aéreo fue una medida no solo justa sino de indiscutible eficacia. Puede serlo ahora también♦