Reproducción de la columna ‘Las palabras’ publicada en la edición 2345 de la revista ‘Caretas’.
En estas Fiestas Patrias estuve rodeado de mensajes presidenciales. El de Humala y los de presidentes anteriores. No lo hice como un remedio desesperado contra el insomnio sino para intentar esclarecer cuál es la utilidad del discurso presidencial de Fiestas Patrias.
Los mensajes presidenciales el 28 de julio tienen un prólogo animado: el viaje de Palacio al Congreso, los honores militares, el ingreso usualmente aplaudido al hemiciclo, con una expectativa parecida a la que existe en otros escenarios antes del inicio de un concierto memorable, una actuación conmovedora, una conferencia fascinante.
Luego viene el momento solemne e intenso del Himno Nacional. Nuestro himno es vibrante, emociona y uno siente al cantarlo en coro que por lo menos parte de la promesa de nuestro país anunciará su cumplimiento en los próximos minutos y que el Presidente será el notario histórico que lo proclame.
Los que inauguran un mandato suelen mantener alerta y entusiasmada a la audiencia. Los discursos varían de estilo (de la elocución severa, nasal del discurso de Fujimori en 1990, a las serenas elegancias retóricas de Belaunde en 1980), pero las imágenes suelen coincidir: es la hora del pueblo, del amanecer, de la esperanza.
En los años siguientes ya no resulta aconsejable hablar ni de auroras ni de esperanzas y la hora del pueblo se ha transformado en el minuto de la portátil. Así y todo, en los primeros minutos se mantiene la expectativa de alguna inesperada epifanía republicana.
Alguna vez sale una sorpresa, (como la declaratoria de nacionalización de la banca en 1987, por ejemplo), que mantiene despiertos a todos, pero eso no es lo usual.
«En su mensaje, el presidente Humala se ha mantenido fiel a esa tradición. Infligir aburrimiento sin información de valor es una forma absurda de celebrar Fiestas Patrias».
Normalmente, una hora después de iniciado el discurso, los párpados de parte del público están a punto de capitular ante la ley de gravedad, mientras el mensaje presidencial se convierte en la interminable lectura de cifras grandes y pequeñas y la expectante reunión se transforma en una penitencia involuntaria, una suerte de informe de auditoría abundante en cifras más intrascendentes que relevantes.
¿Es el aburrimiento extremo un requisito para mantener la salud de la república?
Lo sería si el resultado fuera un diagnóstico preciso del estado de la nación, con metodología coherente, que permitiera comparaciones válidas de una etapa con la otra, de un proceso con otro, para lograr un mapa dinámico o por lo menos un cuadro realista del estado de la nación.
¿Es así? Para no confiar en la memoria me puse a revisar algunos mensajes a la nación pronunciados en momentos especiales de la vida del país.
Al fin, examiné tres mensajes: el de Fujimori el año dos mil; y dos de Alan García, el de 1989 y el de 2010.
El 28 de julio de 2000, Fujimori asumió formalmente la presidencia sobre el trasfondo de gigantescas manifestaciones de oposición y repudio. A muy pocas cuadras del Congreso, hervía la manifestación de los Cuatro Suyos, poco antes de su luctuoso desenlace, mientras Fujimori enfrentaba los gritos airados de la oposición, y la defensa, también a gritos, tanto de sus partidarios como de los tránsfugas recién comprados.
El mensaje de Fujimori guardó muy poca relación con lo que sucedía entonces y ninguna con lo que iba a venir después.
“Abro este mensaje –empezó Fujimori– con el que se inaugura un nuevo mandato presidencial, […] constatando un hecho auspicioso: es ésta la primera vez en la historia de la República que se elige en el Congreso una Mesa Directiva íntegramente conformada por ciudadanas, congresistas mujeres”.
Digamos que, en esta ocasión, su ‘perspectiva de género’ no lo llevó lejos.
Al explicar la fuerte recesión económica padecida en los últimos años del siglo XX, dijo que ello se debía a que: “La solución de nuestros mayores problemas demandó, en la década pasada, gastos excepcionales,[…] [entre otros] para solventar, también con carácter perentorio, los gastos de reposición y modernización de material bélico, ante la inminencia de un conflicto externo”.
Ni una palabra, por supuesto, sobre qué parte de esos “gastos de reposición y modernización” fue lo robado por la cúpula de su gobierno.
Quizá lo más revelador de ese mensaje es su pobre percepción de la realidad (pese a lo que gastaba en adivinas). “…Dos son los objetivos prioritarios de este quinquenio que se inicia: fortalecer la institucionalidad democrática y generar empleo y bienestar […] contexto indispensable para alcanzar estos objetivos es la plena democratización del país.[…]El Perú que todos deseamos, los empresarios, la clase media, los trabajadores, no está a la vuelta de la esquina”.
Fujimori se equivocó hasta en el acierto: Es verdad que los objetivos del siguiente quinquenio fueron robustecer la democracia y crecer económicamente. Pero se lograron en buena medida gracias al derrocamiento de su régimen.
Y, en efecto, el Perú deseado no estaba a la vuelta de la esquina, porque lo que sí estaba ahí era su fuga y destitución. Su ‘quinquenio’ duró apenas un trimestre.
El 28 de julio de 1989, Alan García pronunció el último mensaje de su primera gestión de 1985-1990, que tuvo dos años y medio exitosos, los primeros; y otros dos años y medio desastrosos, los finales. Este discurso fue redactado y pronunciado en medio del desastre.
Al explicar esa debacle económica, junto con los entonces gravísimos problemas de la insurrección senderista, García sostuvo que: “Sin embargo, por coincidencia o para poner a prueba nuestra voluntad democrática, al mismo tiempo que la Constitución nació, estalló la violencia e insurgió el terrorismo. Además, al terminar el fácil endeudamiento de los años 70 nuestro país y la América Latina entera se vieron sacudidos por una crisis económica que dura ya 10 años y que coincide con los grandes problemas financieros del mundo”.
¿Su propia responsabilidad? Que lo registren.
Y sobre la pavorosa crisis económica que iba a seguir asolando el país, dijo:
“Sobre ella mucho se ha dicho, porque es verdad que hemos atravesado una dramática y grave crisis, pero ahora puedo decirle al país que lo más difícil de ella ha sido definitivamente superado […] Por eso puedo decir que ya está en marcha una recuperación creciente de la economía nacional…”.
Lo que hubo de ‘creciente’ el año siguiente, fue una hiperinflación de 7,560% en 1990.
El 28 de julio de 2010, Alan García pronunció otro último mensaje presidencial, el de su segundo mandato.
El año anterior, 2009, el crecimiento del PBI había sido de apenas 0.9%. Fue un bache recesivo entre un espectacular 2008 (9.8%) y un excelente 2010 (8.8%).
Pero en el discurso de García el 2010 no hay mención a la fuerte contracción del 2009. Es un discurso triunfalista que soslaya ese hecho.
A diferencia de su primer gobierno, García pudo terminar el segundo con cifras de crecimiento muy positivas. Pero su mensaje tampoco describe bien el éxito y se convierte en un listado excesivamente detallado de obras (como el número de laptops repartidas a los estudiantes y compradas por los profesores; o la construcción de carreteras tales como la de “San Alejandro a Neshuja” o la de “Chilete a San Pablo”.
Así que si uno quiere entender por qué García fracasó o tuvo éxito, no encontrará esa explicación en sus mensajes presidenciales.
De ellos, y de varios otros, se puede decir en conjunto aquello que dijo Churchill del que fue primer ministro británico, Ramsay Macdonald: que tenía “el don de condensar el mayor número de palabras en la menor cantidad de pensamiento”.
En su mensaje, el presidente Humala se ha mantenido fiel a esa tradición. Infligir aburrimiento sin información de valor es una forma absurda de celebrar Fiestas Patrias.
Cambien el formato del mensaje, conviértanlo en un retrato del cuadro estratégico de la nación, hecho con arte e inteligencia, que fusione la elocuencia con la verdad, y entonces sí habrá que celebrar.