Reproducción de la columna ‘Las palabras’ publicada en la edición 2349 de la revista ‘Caretas’.
En estos días, varios periodistas jóvenes cubrieron el duelo por la muerte de uno de los grandes de nuestro oficio, y parte de su labor fue preguntar a los veteranos que trabajamos con él cómo fue la escuela periodística de Enrique Zileri.
Habían escuchado o leído detalles de la leyenda, y en varias ocasiones me preguntaron, con fascinada curiosidad, sobre sus aspectos más espectaculares. ¿Eran tan sonoros los gritos que en comparación los do de pecho de Pavarotti parecían un susurro? ¿Es verdad que los televisores volaban por las ventanas?
Pero, más importante que todo: ¿cómo era trabajar en Caretas en aquellos años, los 80, en los que un Zileri en su cincuentena se encontraba en ese tiempo singular de la vida en el cual las fuerzas están intactas pero las experiencias ya tienen dirección, sentido y, ciertamente en su caso, fruto?
Zileri había emergido de una década de exilios, clausuras, persecuciones, huelgas de hambre, y tanto Caretas como él habían prevalecido. Con su prestigio acrecido, era claro que en el futuro cercano no había persecuciones ni clausuras que temer.
Así que cada semana iba a significar una nueva edición, un nuevo cierre. Y con él, el peligro de lo que para Zileri era la mayor amenaza para una revista: la mediocridad.
Zileri tenía claro que después de las victorias políticas empezaba la verdadera batalla: por ser el mejor medio. Y con decibeles o sin decibeles se empeñaba para que nadie en Caretas lo ignorara.
No era ni soberbia ni vanidad: un semanario de actualidad que no lidera periodísticamente, que no marca la agenda, devendrá irrelevante, vegetará y en algún momento cerrará.
En 1985 yo llevaba cuatro años trabajando en Caretas que, por su intensidad, parecían abarcar una vida entera. Ese año fui nombrado para una beca Nieman en Harvard, viajé allá con mi familia y tomé varios cursos, entre ellos uno para escritores de no ficción. En la primera clase el catedrático me asignó escribir un artículo sobre cómo era una típica semana de trabajo en Caretas.
Lo hice de un tirón, con memorias que apenas tenían unas pocas semanas de vejez y que leo ahora. Yo era entonces redactor principal y editor encargado de una sección eufemísticamente llamada de ‘seguridad’, que comprendía la cobertura de la guerra interna, el narcotráfico, las fuerzas de seguridad, la corrupción, lo fiscal y judicial junto con algunas cosas más.
«Con la democracia, cada semana iba a significar una nueva edición. Y con ella el peligro de lo que para Zileri era la mayor amenaza para una revista: la mediocridad».
Caretas salía los lunes. Ese era nuestro día de descanso. La semana empezaba el martes con la reunión de editores para revisar la última edición y planificar la siguiente.
Al llegar a la oficina, sintiendo la resaca del último cierre uno encontraba lo que quedó de él: recortes, borradores, carpetas, fotos y una suerte de olor rancio, de fatiga empozada, de sudor mental que permeaba el lugar después de dos días de soledad.
Dos horas después empezaba la reunión de editores con Enrique Zileri. Como escribí entonces: “[Zileri] es uno de los más destacados periodistas de Latinoamérica y una de sus más complejas personalidades. Algunos aseguran que está loco, otros piensan que es un genio y también hay aquellos que lo conocen principalmente como un adolescente con cara de adulto, tan saludable y bueno como el milk shake. Todo es verdad, dependiendo del día y de la hora”.
Frecuentemente vestido con polo, shorts y zapatillas de tenis, Zileri dirigía la reunión. Casi siempre, había defectos que observar en la edición: corroboración de hechos, estilo, diagramación, tipografía, distribución, avisos mal colocados.
La ópera podía empezar entonces, con un trémolo solemne pero controlado. Pero, sobre todo si el diálogo era con un par de periodistas particularmente sinuosos (uno de los cuales podía perfectamente ser protagonista en una novela de Celine), se desataba la tormenta. Los rugidos de uno, la voz de falsete de otro, el súbito interés de la mayoría por ver lo que sucede en el suelo, la mirada divertida de uno o dos acompañaban los picos y valles decibélicos antes de cumplir el propósito primordial del drama: la catarsis y luego regresar a una cierta enronquecida normalidad.
Cada editor terminaba la reunión con tres o cuatro reportajes por desarrollar, además de la admonición, sobre todo dirigida a mí, de cerrar más temprano.
La tarde del martes, el miércoles y el jueves servían para avanzar en los reportajes de la semana y, cada vez que se podía, en los proyectos investigativos más largos. El jueves se podía cerrar algo, pero casi siempre uno deseaba obtener más información, y se planificaba el primer cierre para el viernes.
Pero los viernes casi siempre pasaba algo: un atentado, un apagón, una revelación investigativa. “Todo el mundo corre, grita, telefonea a fuentes, sale, reporta, vuelve”, escribí. En ese momento, había que decidir la portada. Zileri dirigía el debate. ¿Hay una buena foto, suficiente información? Era por lo menos saludable estar informado al detalle.
Ese era un momento usual de discusiones con Zileri. Uno quería continuar acumulando hechos, pruebas, primicias. El director insistía en que uno se sentara y empezara a escribir. “¡No hay espacio mañana! ¡Escribe ahora!” La discusión frecuentemente terminaba con el editor escribiendo con rabia, aún sabiendo que en el fondo Zileri tenía razón.
Después de un par de horas de sueño, uno corría con las últimas horas de reportaje el sábado por la mañana. Luego, reunión de editores. Lucha por el espacio sin demasiados gritos, porque todos buscaban de guardar energías. Después, reunión con los reporteros, comer algo, tratar de empezar a escribir.
En su oficina, Zileri lidiaba con tres o cuatro notas, que él escribía o editaba, además de todo el cierre de la revista.
Mi primera nota estaba por lo general lista hacia la medianoche. Con frecuencia, se las llevaba a Zileri para que las vea y edite. Sus ediciones, cuando tenía tiempo para hacerlas, eran rápidas y brillantes, frecuentemente acompañadas con un admonitorio: “¡No podemos seguir así, viejo! ¡Tenemos que cerrar más temprano!”
En la madrugada se escribía las notas más cortas y se editaba las de los reporteros. Los lugares comunes y los errores provocaban comentarios sarcásticos y furiosos, que herían sentimientos pero proporcionaban la brusca adrenalina que permitía terminar, cuando las luces del nuevo día ya clareaban el cielo.
Con la mañana uno funcionaba entre la redacción en piloto automático y pequeñas pérdidas de conciencia. Y entonces, en medio de la densa fatiga, llegaba el momento final, de títulos, pies de foto, ampliados.
En muchas ocasiones, sobre todo al editar investigaciones importantes, me tocó cerrar la última nota con Zileri. Si el reportaje era bueno, Zileri terminaba la semana sugiriendo, aparentemente fresco y sin fatiga, un desayuno implícitamente celebratorio en, por ejemplo, el Crillón. Y por cansado que uno estuviera, la conversación resultaba divertidísima.
Esa fue la escuela de Caretas. El aprendizaje autodidacta bajo la mayor exigencia pero con el ejemplo de un periodista brillante, de talento múltiple, visión extraordinaria y personalidad compleja mas básicamente noble y generosa.
No he visto, en mis años ya largos en el oficio, otro caso así. Zileri escribía, reporteaba, editaba, diagramaba, escogía fotos, inventaba títulos y se las arreglaba además para dirigir la revista, estimular a los periodistas que ponían pasión y alguna inteligencia en su trabajo, y se daba el tiempo para disfrutar con entusiasmo de la vida cada vez que era posible. Recordar viajes, proyectar otros, soñar las imposibles libertades de vivir sin los deberes de dirección; y, como recordaron sus hijos, ser un padre amoroso y juguetón aún después de cierres procelosos.
Fue un honor y un sobre todo un privilegio haber aprendido de ese gran periodista y haber podido trabajar con él. Le debo lo que sé de periodismo y lo que no sé me lo debo a mí.