Reproducción de la columna ‘Las palabras’ publicada en la edición 2352 de la revista ‘Caretas’.
Amanecer en una posición ventajosa de observación el 29 de julio, suele indicar una afición poco común por los desfiles militares. Pero el grupo de policías que recibió, plenamente despierto, las seis de la mañana de ese día, estaba a cientos de kilómetros de Lima y de su aeropuerto.
Aunque, a juzgar por el ruido de motores, el lugar no envidiaría la actividad del Jorge Chávez. Ocultos en un punto alto de la espesura los policías observaban a un grupo de seis personas marcando una pista de aterrizaje en una isla del río Apurímac.
Sin hacer ruido, y escuchando, a diferencia del célebre soneto, con sus ojos a los vivos, los policías vieron aterrizar una avioneta en la isla, carretear a un extremo de la pista donde la aguardaba un grupo mayor, que la cargó rápidamente con bultos que habían sido llevados en un bote con motor fuera de borda.
En pocos minutos, con la carga asegurada y repartida, la avioneta levantó revoluciones, corrió por la pista y despegó; mientras el ruido de otro motor se acentuaba y una segunda avioneta aterrizaba en una pista contigua a la primera. Y todo eso antes de las siete de la mañana.
El lugar era un punto relativamente cercano al pueblo de Nueva Esperanza, en el distrito de Llochegua, donde el río Apurímac se acerca a la confluencia con el Mantaro y el origen del Ene.
Los policías ocultos eran un grupo relativamente pequeño de inteligencia de la Dirandro, la dirección antidrogas, que habían logrado información sobre un embarque grande de droga en ese punto y hecho una aproximación oculta y silenciosa dos días atrás a la zona, antes de que los narcotraficantes pusieran en práctica medidas de seguridad.
Ahora, filmando con una cámara ligera y una mano agitada por la adrenalina, resultaron testigos excepcionales de cómo funcionaba el puente aéreo y con qué intensidad.
«Eran las 6:42 de la mañana, y solo desde ese islote se estaba exportando antes del desayuno más de 600 kilos de cocaína en dos vuelos».
Un minuto después del despegue de la primera avioneta, la segunda aterrizó en la pista contigua, mientras otro grupo de cinco o seis personas salía corriendo desde un punto cercano, con carga sobre los hombros, en dirección a la avioneta, que acababa de detenerse. Eran las 6:42 de la mañana, y solo desde ese islote ya se estaba exportando antes del desayuno más de 600 kilos de cocaína en dos vuelos.
Un minuto después empezó el tiroteo. Los policías dispararon desde su ventajoso parapeto, y los narcotraficantes, bajo el impacto de una total sorpresa, tiraron la carga y corrieron hacia el bote. A las 6:44, la avioneta estaba sola. Los poco robustos disparos del calibre 5.56, singulares y en ráfaga corta, y los gritos, ahora sí, de los policías, indicaron que la remarcable capacidad de inteligencia, infiltración y vigilancia de ese grupo, no tuvo un nivel parecido en la intervención.
Los emocionados gritos de “¡sigue, sigue!” “¡resbálate!” “¡al agua, al agua!”, siguieron a una cámara que pasó del parkinson a la epilepsia, mientras se sucedían, irregulares, los disparos y en el otro lado de la isla corrían los narcoestibadores hacia el bote. Los policías, parapetados, hostigaron a los narcos y forzaron su huida sin intentar hacer un arresto.
A las 7 de la mañana, los narcotraficantes habían escapado navegando, mientras los policías descendían al río, sin tener cómo cruzar hacia la isla, esperando la llegada de refuerzos que los recogieran y les permitieran cruzar a la otra ribera.
Los refuerzos llegaron mucho después, a las 9 de la mañana, en un bote zodiac protegido por un helicóptero que protagonizó un nutrido tiroteo –probablemente ‘disuasivo’– en el que por fortuna no hubo muertos, heridos ni contusos por fuego ‘amigo’.
Así se inició la última gran captura de avionetas en el por momentos conmovedor pero patéticamente insuficente esfuerzo de las autoridades peruanas para enfrentar el puente aéreo del narcotráfico.
Lo único que quedó en el campo fue la abandonada avioneta y la abandonada cocaína (325 kilos en nueve costales). Extrañamente, la avioneta, una Cessna con matrícula boliviana CP-2776, que en la filmación parece intacta, no fue llevada a una base sino dinamitada por la propia Policía a última hora de la tarde.
A diferencia de otras aeronaves capturadas, la historia de esta no llegó lejos. La PNP pudo saber que la avioneta provenía de Santa Cruz, Bolivia, y que su propietario era un Óscar Frías Rojas, residente de esa ciudad.
El evento del 29 de julio fue el último episodio de importancia en una confrontación surreal en la que los narcotraficantes llegan por aire y el Estado peruano acecha desde tierra, esperando capturar en el suelo lo que no sabe cómo impedir en el cielo.
Los resultados, por supuesto, son abrumadoramente desfavorables. El tráfico aéreo de cocaína ha crecido sin parar. Los aparatosos operativos de destrucción de pistas de aterrizaje han terminado siendo bienvenidos por las poblaciones cercanas a las pistas, pues garantizan un trabajo bien pagado por los narcos para rehabilitar las pistas que les son útiles.
En 2013, según cifras de la PNP, se destruyeron 110 aeropuertos clandestinos, sin ningún otro efecto que mejorar las economías locales. Este año, pese a que la inhabilitación de las pistas se hace ahora con más hoyos y se remueve el suelo con mayores cargas de anfo en las explosiones, la capacidad de reconstrucción y, cuando necesario, de adaptación, ha hecho que –pese a haberse destruido cerca de 130 pistas y llevado a cabo más de 200 operativos–, los vuelos no hayan disminuido sino aumentado.
La impotente cacería se ha extendido por el Hemisferio, aunque durante el último año, Perú y Bolivia hayan sido los países que capturaron el mayor número de avionetas (casi todas en tierra).
Perú capturó 17 avionetas desde septiembre del año pasado, hasta el pasado julio. Bolivia, nueve (o 16, según la cuenta). Brasil capturó dos; Estados Unidos confiscó tres (de una compañía comprometida con narcoavionetas); y Venezuela, dos.
Esas pérdidas no han tenido ningún impacto sobre los narcovuelos. En Estados Unidos, la demanda boliviana ha creado un mercado para las avionetas viejas, camino al chatarreo, que ahora terminan siendo exportadas a diversos destinos aparentes, que confluyen finalmente en Bolivia.
La cooperación policial de Perú con Bolivia y, sobre todo, con Brasil, ha producido algunos resultados notables en cuanto al conocimiento de cómo opera el narcotráfico aerotransportado. Pero se trata, en el mejor de los casos, de éxitos tácticos en medio de un continuo retroceso estratégico.
La única forma eficiente de cortar el puente aéreo es mediante la interdicción de vuelos en el aire. ¿Es un asunto de seguridad nacional? Creo que lo es y por eso el país no tiene porqué pedirle permiso a nadie para controlar su espacio aéreo.
Pero la interdicción aérea no significa el derribo de los vuelos interceptados sino una coordinación estrecha con bolivianos y brasileños que permita vigilar y escoltar los vuelos no agresivos hasta su inevitable aterrizaje y captura en tierra. Más costoso pero menos contencioso y seguramente eficaz en el nivel estratégico si es llevado a cabo con seriedad y una buena coordinación regional.