Reproducción de la columna ‘Las Palabras’ publicada en la edición 2178 de la revista ‘Caretas’.
EL martes por la tarde visité a Carlos Iván Degregori en su casa, donde él aguarda la muerte con serena valentía y plena lucidez. Los años de madurez creativa que el cáncer trunca se concentran ahora en las semanas y los días de creciente claridad mientras se acerca la noche.
Sentado junto a su escritorio, al que llegó caminando erguido y animado, Carlos Iván me describió con desapasionada naturalidad, cómo avanza en él la última etapa de la vida: el cuerpo se debilita inexorablemente pero la mente se fortalece, comprende y encuentra la paz. “Es una palabra muy manoseada,” dijo, “pero ahora no se me ocurre otra mejor”. No es resignación, añadió, sino abarcar la totalidad de su vida –su esfuerzo y creación–, y aceptarla. “Me quedo sin lograr mucho que hubiera querido hacer, pero necesitaría otra vida.… no la tengo, con la que he tenido estoy en paz”.
La suya, me dijo, es la paz del agnóstico que no sabe qué habrá después de la última quietud: si la nada o el inicio o la continuación de algo. ¿Cómo tener miedo, entonces, si la curiosidad intelectual que te permitió descubrir tantas cosas nuevas y varias inesperadas en la vida, te acompaña hasta el final de la luz?
El cáncer al páncreas es casi invariablemente letal. Las excepciones son tan raras como un milagro: Steve Jobs es una de ellas. Ese cáncer es mortal y es rápido, pero en contraposición permite mantenerse lúcido y entero (si antes has sido lo uno y lo otro) hasta bordear el final.
Veo la serenidad de Carlos Iván, el sentido del humor discretamente afilado como para no ofender visitas y recuerdo a Howard Simons, el director (allá se llama ‘Curador’, vaya a saber porqué) de la fundación Nieman de periodismo en Harvard, cuando llegué en el lejano 1985 con mi esposa, mi hija mayor y mi segunda hija por nacer. Howard había sido el legendario Managing Editor, jefe de redacción del Washington Post que hizo posible la cobertura del caso Watergate, y su ingenio mordaz y sarcástico ocultaba imperfectamente su nobleza.
En 1988 le detectaron a Howard cáncer al páncreas y él decidió no someterse a ninguna terapia. En pocas semanas se le fue el peso del cuerpo pero no disminuyó en nada ni la vitalidad de su mente ni la quemante chispa de su ingenio. Aunque muchos teníamos que esforzarnos para contener las lágrimas al hablarle, él se esforzaba más bien, apelando libremente al humor negro o, como se traduce literalmente del inglés, al humor de cadalso, para que cada despedida, incluyendo la final, fuera con una ironía y una sonrisa.
Responder la sonrisa de la muerte con otra irónica y un epigrama final… cuánto valor se precisa; cuánto libera lograrlo.
Conversando el martes por la tarde, Carlos Iván concuerda con lo importante que le ha sido mantener el sentido del humor. No convertir lo absurdo del destino en angustia sino en ironía.
Fui a verlo ese día porque me enteré que su lucha de casi tres años contra el cáncer pancreático, que sobrevivió todos los pronósticos médicos, y que por un tiempo dio también la ilusión de que podía ser otro milagro, se aproximaba ya al fin.
FUI a despedir a una persona que respeté y admiré desde que lo conocí, en los 80 del siglo pasado, cuando cada cual investigó e interpretó la guerra interna, Sendero Luminoso. Había quedado además en ser uno de los presentadores del último libro de Carlos Iván: “Qué difícil es ser Dios”, cuyo subtítulo describe bien el tema: “El Partido Comunista del Perú – Sendero Luminoso y el conflicto armado interno en el Perú:1980-1999”. Deseaba que Carlos Iván pudiera participar de alguna forma en la presentación y quería saber si eso era posible.
No lo sabe él, no lo sabe nadie. Cada día el avance final del cáncer le erosiona más el cuerpo a la vez que pareciera fortalecerle la mente y el ánimo.
Me dice que va a volver ver “el séptimo sello”, de Ingmar Bergman. En la película, de 1956, un caballero, encarnado por Max Von Sydow, regresa de las Cruzadas a una Europa asolada por la peste negra, enloquecida por la superstición y el fanatismo. El caballero cuestiona e interroga a la Muerte, mientras la enfrenta en una partida de ajedrez.
No hay tablas en esa partida que, por lo general, es una sola. Pero si hablar con la muerte supone casi siempre un diálogo corto, hablamos demasiado poco de la muerte y por eso la mayoría está tan mal preparada para encontrarla.
Con Carlos Iván terminamos hablando con desapasionamiento y calma sobre el morir, la muerte. Me contó cómo fue la etapa primera de las luchas y las terapias, las quimios y las radios, tan duras pero que a ese precio alto le regalaron meses de vida. Cómo llegó aquel lapso en el que pareció haber vencido, antes de darse cuenta que solo había sido una tregua breve. Después vendrían las discusiones con un oncólogo ilustrado, sobre qué terapias abandonar y cuáles mantener, hasta tomar ambos la decisión de terminar todas.
Ahora, Carlos Iván ha pasado a la otra etapa médica que le ayuda a mantenerse entero: el cuidado paliativo, la lucha contra el dolor.
La casa en lugar del hospital; la familia cerca, los libros, los amigos, la morfina. Al comienzo, Carlos Iván temió que la morfina le hiciera perder claridad intelectual. Pero eso no sucedió. “Hubo sueños muy fuertes al comienzo”, pero pronto se llegó a la dosificación precisa para restringir el dolor.
En sus años de estudiante en Ayacucho, Carlos Iván fue testigo de cómo se incubó en las mentes la violencia que desgarró luego al Perú. En los años 80 y 90, le tocó estudiar, describir y analizar la guerra interna que desbordaba comarcas y entendimientos. En la primera década de este siglo, fue el principal redactor del informe de la CVR. Su prosa limpia y su pensamiento claro describieron las más trágicas irracionalidades, las vesánicas crueldades que destruyeron los cuerpos y mutilaron las almas de decenas de miles de víctimas de la guerra interna.
AHORA, el ilustre escritor, el cronista de esas guerras y tragedias contempla el escenario entero que estudió y describió, sabiendo que ya posee el conocimiento y la agudeza para comprenderlo pero no tiene el tiempo para expresarlo.
Le pregunto si puedo escribir en este artículo parte de lo que hemos hablado y me responde que sí. “No sé cómo será en el momento final”, repite, “pero ahora estoy sereno, en paz”.
Me despido de Carlos Iván, con gran afecto, con orgullo de haberlo conocido, pero sin tristeza. En un tiempo más, semanas, meses, algunos años, todos moriremos y la mayoría expirará asustada, temerosa, dolorida o dopada, sin tiempo para pensar en sus vidas, sin lugar para encontrarle sentido, sin ocasión para armar el tablero y abrir el juego con una pregunta y cerrarlo con la respuesta secreta.
La respuesta es esa lucidez que forman la inteligencia, la intuición y la entereza, que aunque se apague trasciende el tiempo de la vida y en su comprensión, como expresó de los libros el gran Quevedo, “al sueño de la vida hablan despiertos”.
Ojalá que todos pudiéramos morir con esa lucidez. Sabríamos, como Carlos Iván, que además de haber vivido una vida plena logramos trascenderla.