Reproducción de la columna ‘Las palabras’ publicada en la edición 2435 de la revista ‘Caretas’.
Para el periodismo de hoy aplican bien las primeras palabras, apenas quitándoles el verbo, que Dickens escribió en Historia de dos ciudades: «el mejor de los tiempos, el peor de los tiempos».
Luego de haberse encontrado en peligro de extinción -entre alarmas, elegías y adelanto de epitafios– el periodismo de investigación ha renacido, en pocos años, con un vigor, alcance y potencia sin precedentes.
Arrojado por la borda como un lastre por los ejecutivos de los medios tradicionales cuando estos empezaron a perder flotabilidad, el periodismo de investigación desapareció de la mayoría de redacciones en la última parte del siglo XX. No vale la pena examinar la cretina lógica de las medidas de reducción de costos que justificaron la decisión, solo notar que ese tipo de determinaciones (acompañadas por una reducción general en el tamaño de las redacciones y el alcance de su cobertura) precipitó naufragios que pudieron haberse postergado por mucho tiempo o evitado del todo si los medios no se hubieran desprendido de su motor y su fuerza, que eran sus salas de redacción y sus unidades de investigación.
El resto de la historia ya ha sido relatado a grandes rasgos. Ni los periodistas, ni la sociedad se resignaron a que el periodismo investigativo desapareciera. La tecnología ayudó mucho; de hecho, cada vez más, a evitar la obsolescencia saltando a la vanguardia. Pequeñas redacciones, modeladas en la ecología de la supervivencia, publicaron en internet, cortando todos los costos posibles menos la calidad, sostenidos en su levedad material, su potente profesionalidad, por las varias formas de mecenazgo contemporáneo: fundaciones, filántropos, donaciones.
El escenario se repitió en muchos casos: periodistas experimentados que publicaban en medios digitales nuevos, adaptándose a la vida, las estrategias y tácticas de los grupos pequeños que precisan logros grandes. Concentrar esfuerzos, muchas veces sigilosos, en un tema relevante; investigar a fondo y publicar, si se podía, de sorpresa. Logrado el efecto después de algunas publicaciones, (un número más corto que largo), se pasaba a otro tema, dejando a los otros medios la continuación de la cobertura.
«Pequeñas redacciones, modeladas en la ecología de la supervivencia, publicaron en internet, cortando todos los costos posibles menos la calidad».
El problema con el periodismo investigativo de pequeñas unidades es que, por capaz y hazañoso que sea, su falta de masa le impide hacer coberturas de largo plazo en varios temas simultáneos. Sus logros, por ello, son antes tácticos que estratégicos.
Pero, desde fines del siglo pasado se inició el esfuerzo más significativo y a la larga exitoso para congregar a periodistas de investigación del mundo entero en un consorcio que pudiera organizar investigaciones internacionales de gran alcance y significado. El fundador del Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación [ICIJ en inglés], Charles Lewis, un periodista visionario y creativo, comprendió que en los contextos globalizados dentro de los que había que investigar la crecientemente sofisticada corrupción, la única forma de hacerlo con una perspectiva de éxito era consorciando esfuerzos, organizando coberturas complementarias y sincronizadas para superar la investigación balcanizada en cada nación y convertirla en una cosmopolita y potente.
El camino fue largo, pero nosotros no tenemos que recorrerlo ahora. En los últimos cuatro o cinco años, el ICIJ logró llevar a cabo grandes investigaciones (como la depredación pesquera en el Pacífico Sur, por ejemplo), que demostraron al periodismo mundial una capacidad de investigación a gran escala comparable y quizá ya superior a la de las más mayores organizaciones periodísticas tradicionales en el mundo.
Luego se produjo un vigoroso refuerzo técnico en la redacción central del ICIJ, en Washington DC; mientras que dentro las grandes organizaciones gubernamentales o corporativas, diversos individuos decidían, generalmente asqueados por lo que pasaba dentro de su propia organización, sustraer cantidades inmensas de información y darlos a conocer al mundo a través de quienes supieran manejarla.
Lo curioso es que las grandes filtraciones (o, más bien, desembalses informativos) no llegaron directamente al ICIJ sino a través de periódicos tradicionales como Le Monde o el Süddeutsche Zeitung, que ofrecieron compartir la masiva información que les había llegado al comprender que no tenían por sí mismos la capacidad de procesarla. Con ello quedó claro que el ICIJ se había convertido ya en la más grande organización de investigación periodística en el mundo y que la heteróclita, individualmente precaria muchas veces, agrupación de sus miembros tenía la capacidad de investigar eficazmente a la corrupción más sofisticada, compleja y global. Los 11 millones y medio de registros documentarios de los Panama Papers constituyen, en términos de masividad de datos, la mayor investigación realizada hasta hoy. Aunque sea más extensa que intensa, los efectos de la investigación son muy importantes y demuestran la potencia que puede lograr una congregación de periodistas independientes.
Pero ese avance notable se ha dado en medio de un retroceso global en la libertad de prensa. Desde la relativa sofisticación del gobierno de China en controlar los flujos informativos del internet en su país (aparejada con su capacidad de persecución a los disidentes internos) hasta la brutalidad del Daesh o el crimen organizado narcotraficante en Latinoamérica, la persecución al periodismo libre es una de las formas principales con las que regímenes tiránicos, organizaciones terroristas o criminales buscan mantener el control sobre sus sociedades.
Con el crecimiento de gobiernos confesionales (especialmente los islámicos), de otros regímenes xenófobos, de Estados autoritarios y/o corruptos, sobre todo en la ex URSS, hacer periodismo de investigación en esas circunstancias exige un heroísmo cotidiano, dispuesto a pagar los costos más altos que con frecuencia son cobrados con creces.
La increíble valentía de periodistas como Anna Politkovskaya o Khadija Ismayilova no ha sido suficiente. Ambas enfrentaron Estados opresores mediante notables investigaciones sobre atrocidades en contra de los derechos humanos y sobre los robos masivos del cleptócrata que gobierna Azerbaiyán, y su familia. Politkovskaya fue asesinada y Ismayilova encarcelada con acusaciones de ridícula endeblez, que luego fueron reforzados por una larga sentencia a prisión.
No es solamente la violencia y las otras formas de represión que coartan la libertad de prensa. Para la mayor parte de los periodistas, el enemigo está también en casa, en los dueños de las organizaciones en las que trabajan para quienes el periodismo es centralmente un medio de poder, influencia, manejo interesado de la agenda informativa.
Y aquí en el Perú, donde, con diversos grados de intensidad, se da la mayoría de problemas (concentración de medios, propiedad cruzada, conflictos de interés, inexistencia de límites entre lo periodístico y lo comercial) que afectan desde dentro a la libertad de prensa, no podía faltar el esperpento nacional con el que celebrar el día internacional de la libertad de prensa. Ese día, el martes 3, la increíble jueza Susan Coronado sentenció a Rafo León por supuesta difamación a Martha Meier a través de una sentencia que debería ser estudiada como una compilación virtualmente perfecta de absurdos.
Rafo León, por supuesto, ha apelado y no cabe duda de que ganará la demanda sentando un precedente en favor de la libertad de expresión. Pero, al margen de eso, permanece la pregunta ¿cómo llegó a ser jueza esa señora que ataca la lógica y tortura la razón?