Reproducción de la columna ‘Las palabras’ publicada en la edición 2465 de la revista ‘Caretas’.
En el audio reciente, grabado en forma subrepticia, de una teleconferencia del jefe del Ejército, general EP Luis Ramos Hume, con las bases militares del país, Ramos Hume sostiene que si “… hay que escoger entre un inteligente y un leal, para mí vale más el leal que el inteligente; para el Ejército no se necesita ser muy inteligente”.
La frase me hizo recordar un artículo que escribí hace más de una docena de años, (“El cerebro en la vasija”, Peru21, 09-07-2003) donde relaté, y lo hago otra vez aquí, una anécdota que aparecía en el facsímil de un texto clásico: “El Generalato. Sus enfermedades y su cura” (“Generalship: Its Diseases and Their Cure”). Su autor fue el mayor general J.T.C. Fuller, que tuvo un talento especial para el encabezamiento narrativo memorable.
Como la anécdota que empieza el prefacio de su libro:
En la batalla de Waterloo, el valiente coronel de infantería Clement se batía como un león, hasta que una bala le atravesó la cabeza. Informado de la desgracia del intrépido coronel, Napoleón ordenó que fuera transportado de inmediato a una granja convertida en hospital de campaña, donde operaba el cirujano-general Larrey.
Viendo lo desesperado del caso del coronel Clement, Larrey decidió tomar medidas extremas; cogió un serrucho, serró con finura, removió la tapa del cráneo del coronel y colocó cuidadosamente su cerebro en una vasija.
Terminaba de hacerlo, con un resignado suspiro, cuando un ayudante de campo entró apurado al hospital y preguntó con voz agitada pero clara: “¿Se encuentra aquí el general Clement?”. Al escuchar su nombre, Clement se sentó y contestó: “¡No! ¡El que está aquí es el coronel Clement!”.
El joven oficial cruzó la ensangrentada sala de operaciones, se acercó a Clement y lo abrazó emocionado. “¡Ah, mon général!” le dijo “¡el Emperador quedó tan impresionado por vuestras hazañas que os ha ascendido al rango de general en el campo de batalla!”.
Clement se irguió, bajó de la mesa, se colocó la tapa de los sesos sobre la cabeza con el cuidado de quien se calza un kepí y empezó a caminar hacia la salida de la granja, cuando el alarmado cirujano Larrey corrió tras él: “¡Mon général, su cerebro, se olvida su cerebro!”. Pero el valiente militar apresuró su marcha mientras contestaba, sin volver la cabeza: “Ahora que soy general ya no lo voy a necesitar”.
El problema es que al fujimorismo no le interesaba amistarse ni gobernar como aliado. Les interesó demostrar quién era la alfa y quién el beta; quién la dominante y quién el dominado.
No sé qué tal se hubiera llevado el general Clement con el general Ramos Hume, pues si bien ambos coincidían en que el cerebro es desechable para las necesidades del generalato, Clement lo suplía con la bravura superlativa en el campo de batalla, mientras que Ramos Hume lo reemplaza con la peculiar definición de “lealtad” de una burocracia vertical a la que no le conviene pensar sobre lo que ve.
Por supuesto que, hecha la provocación a sus alumnos, Fuller no tardaba en extraer la moraleja y decirles que Clement se equivocó a medias. Si bien era cierto que el verdadero generalato es imposible sin coraje, de poco sirve éste si el cerebro queda olvidado en la vasija de Larrey.
Otra frase de Fuller, inspirada en las trincheras, se aplica con pocos cambios a gobiernos precarios como el que tenemos hoy en el Perú: “En la Primera Guerra Mundial, nada fue tan horrible como ver a toda una cadena de mando empezando por el comandante de batallón y terminando con el comandante de ejército encerrados con un teléfono, […] hablando, hablando, hablando, en lugar de dirigiendo, dirigiendo, dirigiendo”.
¿Es Ramos Hume el único que ha renunciado al cerebro, o que por lo menos lo desdeña en el presente gobierno? Cuatro meses completos luego del inicio de la presidencia de PPK, me parece que este régimen presenta ya el tipo de fallas que no auguran longevidad a menos que se corrijan pronto.
Kuczynski entró al gobierno con un grave problema estratégico por resolver: El derrotado fujimorismo mantuvo una mayoría decisiva en el Congreso mientras él solo alcanzaba una reducida minoría (un cuarto de la representación fujimorista), balkanizada, sin disciplina y en muchos casos (aunque no en todos) más dada a la duplicidad y el camanduleo que a la representación enérgica de su gobierno. Siendo pocos que debieran parecer muchos, dan en realidad la impresión de ser menos de los que son.
PPK tuvo, por eso, desde el comienzo, una considerable desventaja posicional, de esas que te acortan el futuro y a las que nadie les vende un seguro de vida. La única posibilidad de una cierta longevidad dependía de mejorar su posición. ¿Cómo?
Al inicio, PPK tuvo una elección más o menos clara de estrategias. La primera era la de marcar territorios, respetos y autoridad con los fujimoristas mediante una adecuada esgrima de poderes. El Ejecutivo (y eso lo sabe bien Kuczynski) concentra mucho poder en este país presidencial, si se conoce cómo utilizarlo, lo cual no es tan fácil pero tampoco un gran misterio. Puede, sin llevar las cosas a los extremos, fortalecerse mientras debilita –todo dentro de la democracia– al fujimorismo. Pero, si este radicaliza la confrontación, el Ejecutivo puede mantener la iniciativa desafiándolo a provocar la caída de dos gabinetes (respondiendo a la interpelación con propósito de censura de un ministro con la solidaridad y la cuestión de confianza de todo el gabinete). Yo no conozco congresos suicidas y estoy seguro que ante la perspectiva de ser disuelto, el fujimorismo recularía hacia una posición mucho más razonable.
Esa estrategia fue pronto desechada. El tipo de colaboradores con los que PPK armó su gobierno (entre los cuales hay notorios defensores en el pasado de la dictadura de Fujimori y Montesinos, como el canciller Ricardo Luna y varios otros más), impuso el razonamiento de que era imperativo llevarse bien con el fujimorismo, por cercanía política, estabilidad política, tranquilidad económica y, aunque no se dijera, vocación cortesana. ¿Para qué pelearse si juntos se podía gobernar?
El problema es que al fujimorismo no le interesaba amistarse ni gobernar como aliado. Les interesó demostrar claramente quién era la alfa y quién el beta; quién la dominante y quién el dominado. Arrugaron la cara, avinagraron el gesto y lo demás vino solo.
Luego de las humildes disculpas de Basombrío con Alcorta, la relación de Zavala con Salgado pareció la del sumiso con la dominadora; y la de Saavedra con Chacón la del nerd con la bully.
A poco, el Ejecutivo empezó a actuar con síntomas iniciales del síndrome de Estocolmo. Trató la salida de Nadine Heredia (que fue, por lo demás, legal) como si fuera la fuga de una criminal, pero no se le ocurrió ni susurrar la necesidad de traer a Víctor Aritomi y su esposa a la justicia. Hablaron de la imperiosa necesidad de investigar a Heredia por lavado de activos, pero ni la insinuación de proseguir la investigación del caso de Joaquín Ramírez.
Al final, es muy probable que algunas de las personalidades más importantes de los tres últimos regímenes terminen como sujetos de proceso por robo al país. Pero por ahora se persigue a los más débiles y se abriga los pies, sayonara incluida, de las más fuertes.
Posdata: Escritor talentoso, pionero en el desarrollo de la guerra mecanizada, Fuller, ya como general retirado, se convirtió en un británico pro-nazi que lamentó luego la aplastante derrota que los aliados infligieron a la bestia nazi. Así que uno debe tratar a su cerebro con cuidado, puesto que si las locuras de juventud son muchas veces enmendables, las estupideces de la vejez suelen ser irreversibles.