Reproducción de la columna ‘Las palabras’ publicada en la edición la 2495 de la revista ‘Caretas’.
En el debate sobre si conceder o no indulto a Alberto Fujimori, una acusación que repiten los fujimoristas más estridentes es que a los “caviares” se les ablanda el corazón cuando hay que indultar “terroristas”, pero se les endurece como una piedra cuando el posible indultado es Fujimori.
En la visión mitificada del fujimorismo, Alberto Fujimori representó una posición decidida y terminante: con el “terrorismo” no se negocia, no se dialoga; simplemente se lo aplasta, se encierra a sus sobrevivientes y se tira la llave al pozo.
La realidad fue completamente diferente. De un lado, Fujimori (a través de Montesinos) negoció con Sendero Luminoso en 1993, concediendo una serie de ventajas temporales a Abimael Guzmán y la cúpula encarcelada de Sendero a cambio del apoyo del vencido movimiento al entonces reciente régimen golpista.
Pero Frank Sinatra y la torta de chocolate (entre otras cortesías dispensadas entonces a Sendero) fueron una anécdota menor al lado de lo perpetrado en el final de la década de 1990 y parte del dos mil: el aprovisionamiento de diez mil fusiles que entregó el régimen de Fujimori a las FARC, entonces el movimiento guerrillero (“terrorista” bajo la definición del fujimorismo) más grande y poderoso de América Latina, que estaba en camino, gracias a su continuo fortalecimiento, de convertir a Colombia en un Estado fallido.
Se trató de una operación clandestina de inteligencia organizada por el SIN controlado por Vladimiro Montesinos, cuyo fin fue fortalecer sustantivamente la potencia de fuego de las FARC para llevar a un debilitado Estado colombiano contra las cuerdas, antes que el entonces novísimo Plan Colombia ganara la tracción suficiente (gracias a la masiva ayuda estadounidense) como para emparejar la situación primero y darle luego al Estado colombiano la posibilidad de prevalecer.
«Al discutir las eventuales modificaciones al régimen penitenciario de Alberto Fujimori, lo mejor que pueden hacer sus abogados y partidarios es mencionar cualquier palabra menos la de “terrorismo”. Diez mil fusiles se lo recuerdan».
En el ámbito de las campañas clandestinas de inteligencia, esta fue tan siniestra y ambiciosa como increíblemente torpe. Sin embargo alcanzó a entregar 10 mil fusiles AK-47 a las FARC. Los fusiles, fabricados en la ex-Alemania Oriental, fueron comprados a Jordania utilizando a un notorio traficante de armas turco-armenio, Sarkis Soghanalian, relacionado con múltiples servicios de espionaje, sobre todo con la CIA. Los agentes peruanos dejaron por todas partes huellas de su estrecha relación con Montesinos. El propio Soghanalian se reunió en Lima con “el Doc”. Las armas fueron transportadas por aviones rusos inscritos en compañías de conveniencia de Europa Oriental, que en cada viaje lanzaron los fusiles en cajones con paracaídas en coordenadas cuidadosamente convenidas con las FARC, antes de aterrizar sin inconvenientes en el Perú, dejando claras señas de su presencia.
Parte de los paracaídas rusos fueron recogidos por el Ejército colombiano primero, y varios fusiles capturados después. La numeración permitió reconstruir prontamente su historia y su ruta. En Jordania, las fuentes de la CIA informaron sobre la compra y documentaron los embarques.
La relación de Montesinos con la CIA había sido más que estrecha. La de Manuel Antonio Noriega también. Pero ambos, cada uno a su manera aunque con extraños parecidos, perdieron el control. La combinación de impunidad y soberbia les descalibró a los dos el sentido de realidad y la medida de su poder.
En este caso, Montesinos (es decir, el gobierno de Fujimori) terminó organizando una ofensiva militar clandestina contra el gobierno colombiano, pero no solo contra él. Desde el año dos mil, el Plan Colombia se hizo parte de la estrategia de seguridad nacional de Estados Unidos y la operación, prontamente descubierta, no podía ser interpretada de otra manera que como un acto hostil, en alianza con el terrorismo.
En cuanto se dio cuenta de que el escándalo era inminente, Montesinos intentó –como había hecho otras veces– falsificar los hechos y presentar al gobierno de Fujimori como el que había solucionado lo que él mismo perpetró.
Así, el 21 de agosto de 2000, Fujimori, Montesinos y la cúpula militar de entonces aparecieron en una solemne exposición en Palacio de Gobierno para exponer el supuesto éxito del llamado “Plan Siberia”.
Pero ya era más que tarde. Un indignado gobierno colombiano pidió explicaciones. En un capítulo de su libro “Memorias olvidadas” [escrito en coautoría con el periodista Gonzalo Guillén], el entonces presidente de Colombia, Andrés Pastrana relata en detalle el caso. El capítulo se llama, con cierta justicia, “Los fusiles que tumbaron a Fujimori”.
“Volví a examinar la investigación del DAS, anterior a las supuestas revelaciones de Fujimori,” escribe Pastrana “y le pedí al coronel Jaramillo conceder una rueda de prensa para demostrar que el gobierno del Perú estaba mintiendo de manera inexplicable”.
El coronel colombiano explicó cómo el “jefe de las operaciones de narcotráfico de las FARC, le suministró al narcotraficante brasileño, Fernandinho, la droga necesaria para obtener el dinero con el que las FARC le pagaron al gobierno del Perú el precio de las armas”.
Fujimori ofreció colaborar con Pastrana. “Le dije” recuerda este, “que enviaría a Lima, para demostrar que la versión peruana era falsa, al coronel Jaramillo, quien viajó acompañado por el investigador estrella del caso, el detective del DAS Jorge Morán”.
En Lima, los colombianos se reunieron con Montesinos a quien mostraron parte de las pruebas que tenían. Este “no pudo disimular la preocupación que le causaron las evidencias de que miembros del gobierno peruano, incluido él mismo, eran parte del negocio cuyo resultado final a Colombia no le representaba más que muerte.[…] A medida que pasaban las evidencias frente a sus ojos, Montesinos no musitaba palabra. Solamente daba la sensación de querer que se lo tragara la tierra”.
Finalmente, el propio Pastrana se encontró con Fujimori en octubre de 2000 en una Cumbre de América del Sur en Brasilia. Fujimori seguía defendiendo la versión del Plan Siberia, pero accedió a encontrarse con Pastrana en el hotel donde se alojaban.
Según recuerda Pastrana, él y Fujimori estuvieron acompañados por sus cancilleres. “El Fujimori soberbio y decidido de otros tiempos llegó menguado y visiblemente nervioso. Llevaba consigo un portafolio con cierre de clave y al tratar de abrirlo olvidó de súbito la combinación. Fracasó ensayando varias posibilidades y optó por pedir un destornillador para abrirlo por la fuerza. Cuando lo consiguió, debido a su nerviosismo, rodaron al piso varios manojos de documentos con los que pretendía saldar el episodio de las armas pero, en realidad, entre ellos no había nada que desmintiera o superara la investigación de la inteligencia colombiana”.
Pastrana increpó a Fujimori diciéndole que “Es incalificable que Perú se haya prestado para algo tan perverso como rearmar al terrorismo en Colombia […] Piensa por un momento, Alberto, cuál habría sido tu reacción y la de tu país si el gobierno colombiano hubiera servido de intermediario clandestino para rearmar, a tus espaldas, a las organizaciones terroristas del Perú”.
“Un mes después de este encuentro,” concluye Pastrana, “el 21 de noviembre de 2000, Fujimori abandonó la Presidencia de la República, huyó del país y se radicó en Japón […] [sin embargo] nunca quiso rectificar su versión equivocada e insostenible sobre las armas adquiridas en Jordania”.
No fue exactamente así. Cinco años después de su huida del Perú, Fujimori declaró sobre el caso en un Juzgado en Tokio. Según la reseña escrita por Ángel Páez, Fujimori dijo que “… no conocía el contenido del “Plan Siberia”. Lo que conocí el día anterior fue el nombre del ‘Plan Siberia’ ”.
Sea como fuere, lo cierto es que Fujimori fue parte crucial del esfuerzo por encubrir una de las mayores operaciones clandestinas para armar una organización “terrorista”, en la historia de América Latina.
De manera que, al discutir las eventuales modificaciones al régimen penitenciario de Alberto Fujimori, lo mejor que pueden hacer sus abogados y partidarios es mencionar cualquier palabra menos la de “terrorismo”. Diez mil fusiles se lo recuerdan.