Reproducción de la columna ‘Las palabras’ publicada en la edición la 2498 de la revista ‘Caretas’.
El mes de julio del año 2000 fue tenso y ominoso desde su primera quincena. La confrontación entre la dictadura de Montesinos y Fujimori con la oposición democrática marchaba hacia el inevitable desenlace de fin de mes. La atmósfera pesaba con la movilización popular enfrentada a los recursos de la propaganda, desinformación, intriga, amenaza y espionaje del régimen.
Nos encaminábamos hacia los días de definición del fin de mes sabiendo que iban a ser graves y centrales y que nuestros mejores planes podrían ser modificados o rebasados por los hechos.
Julio es, sin embargo el mes de la libertad. Antes del 28, llegó el 14 de julio. El entonces embajador de Francia, Antoine Blanca, recibió con calidez a los dirigentes de la oposición democrática en el día que celebra el mundo entero los ideales de la libertad y la democracia conquistadas y defendidas. No asistió ni un solo miembro del gobierno de Fujimori y Montesinos. Me parece que quisieron así manifestar su desagrado a Blanca por su virtualmente abierto apoyo a la oposición democrática. Y así, durante las horas de ese 14 de julio, la residencia de la embajada de Francia fue un oasis de celebración de la libertad en medio de una ciudad aún controlada por los enemigos de esta.
«El fujimorismo, que perdió otra vez el poder, se mantiene, sin embargo, cerca de él, con modos imperiosos ante un gobierno que oscila entre el apaciguamiento y la sumisión».
Lo recordé ahora, diecisiete años después, al enterarme de que este año la cancillería ordenó a sus funcionarios no asistir a la recepción del 14 de julio, para demostrar algún desagrado tan misterioso, o ridículo, que no llegó a expresarse en palabras. Sea cual fuere el origen o significado de esos pujos, la presencia del presidente de la República y su esposa en la embajada francesa los desvirtuó por completo.
Es verdad que hay más diferencias que semejanzas entre el boicot del dos mil y el de este año. En el primero había un enfrentamiento que se encaminaba a un conflictivo desenlace; en el segundo, una pataleta silenciosa que terminó en el ridículo al ser implícitamente desautorizada por el propio Presidente.
Pero por más que esto último sea farsesco, lo que hay en común entre uno y otro gesto es el estilo y, en por lo menos un caso, el personaje. El boicot del dos mil fue un típico gesto del fujimorismo y el montesinismo. Y el responsable del gesto análogo de este año, el actual canciller Ricardo Luna, fue un dedicado defensor diplomático del golpismo fujimorista desde poco después del golpe de 1992.
Hace algunos meses, en diciembre del año pasado, el periodista Alonso Ramos publicó un artículo en Hildebrandt en sus 13, en el que reseñaba el activo papel que tuvo Luna, embajador del régimen fujimorista en Washington “entre 1992 y 1999”, en la defensa del régimen golpista. Ramos mencionó también, la “controvertida participación” de Luna en la “confección de la “lista negra” que acabó con la carrera de 117 diplomáticos en 1992”. Luna lo niega, pero otros lo afirman.
Lo que no está en discusión es que, como escribe Ramos, Luna “defendió al régimen fujimorista con ardor” desde el comienzo de su gestión en Washington. Soy testigo de ello. Apenas recuperé la libertad luego del golpe del 5 de abril, busqué describir y exponer, sobre todo ante el público estadounidense, (yo escribía entonces para varias publicaciones de ese país) cuál fue la naturaleza del golpe y quiénes eran los golpistas, especialmente quién era Montesinos. Recuerdo que luego de una nota mía, publicada en The New Republic, Luna remitió una carta en la que sostenía que mi reportaje sobre el papel de Montesinos era básicamente un caso de teorías conspirativas y delirio de persecución. En otro caso, respondió un artículo sobre la corrupción de la Fuerza Armada y la Policía en el narcotráfico, negando con vehemencia los hechos señalados por el periodista que lo escribió. Ahora todos lo sabemos, pero entonces muchos ya conocíamos los niveles de corrupción y la entraña corrupta del régimen fujimorista. Así que bajo el pretexto de defender el país, Luna representó a la mafia que lo dominaba.
Como lo hizo combinando fruncimientos con sonrisas, me presté la chapa de Richard Nixon: Tricky Dicky. Quedó a la medida.
Desde entonces, claro está, mucho ha pasado y mucho ha cambiado. Pero bastante ha permanecido también. El fujimorismo, que perdió otra vez el poder, se mantiene, sin embargo, cerca de él, con modos imperiosos ante un gobierno que oscila entre el apaciguamiento y la sumisión.
Y dentro del gobierno, los antiguos funcionarios de confianza del fujimorismo, como Tricky Dicky, encuentran quizá que gestos destemplados como los del 14 de julio ganarán indulgencias naranjas. No encuentro otra explicación a ese desatino.
Conozco al embajador Fabrice Mauriès. Es una persona inteligente, articulada, que expresa la posición de su gobierno en forma a la vez informada y directa. No ha tenido inconveniente en polemizar con funcionarios o congresistas. Prefiero cien veces la discusión inteligente y abierta sobre asuntos de relevancia pública antes que los circunloquios relamidos, los juegos de influencia y las cortesanías.
Ojalá hubiera más embajadores como Mauriès en nuestro medio. Eventualmente estimularía, así fuera por reciprocidad, el desarrollo de diplomáticos de estilo similar en Torre Tagle.