Reproducción de la columna ‘Las palabras’ publicada en la edición la 2503 de la revista ‘Caretas’.
Lee Kuan Yew, el patriarca de Singapur, combinó cualidades que no se juntan con frecuencia: fue pragmático y visionario; honrado y temido; su notable inteligencia respaldó una gran fuerza de voluntad. En una entrevista que dio el 2007 al New York Times explicó así el éxito de Singapur: “El sistema funciona sin que importe tu raza, lengua o religión […]. Somos pragmáticos. No nos aferramos a ninguna ideología. ¿Eso funciona? Pongámoslo en práctica y si funciona, bien, sigamos con eso. Si no funciona, descártalo, prueba otro. No estamos enamorados de ninguna ideología”.
En otra, polémica, entrevista que tuvo con William Safire, en Davos, 1999, Lee dijo que “solo me interesa lograr que Singapur funcione […] Yo me presto y recojo [ideas, proyectos] en forma ecléctica. Aprendo y no dejo de aprender, porque pienso que cuando dejas de hacerlo, te toca morir”.
En una época en la que se asumía que la corrupción era parte del precio del crecimiento, Lee se propuso lograr una sociedad limpia en Singapur. Para todo efecto práctico, lo logró. Su recia honestidad lo distinguió de varios de sus contemporáneos. Cuando la CIA quiso sobornarlo con 3 millones de dólares (de ese tiempo), la respuesta de Lee fue contundente: “Aquí no están tratando con Ngo Dinh Diem [Viet Nam] o con Syngman Rhee [Corea del Sur]. Nadie compra ni vende a este Gobierno”.
¿Cómo lograr un gobierno honesto y limpio? El ascetismo, según Lee, no era una alternativa viable. “Mira a nuestro alrededor [a los líderes de otras naciones en Asia]” comentó “empezaron como revolucionarios abnegados –Vietnam, China–, emprendieron largas marchas, sus amigos murieron, sus familias perecieron, sus sistemas no son corruptos: sus hijos son los corruptos”.
«Singapur demostró que la honestidad pública no retarda el crecimiento social y económico, sino lo potencia y fortalece».
La alternativa, según Lee, era, precisamente, un pragmatismo inteligente. Para ser honestos y exitosos había que tener empleados públicos del mejor nivel. Para ello, el Gobierno debía captar y retener a la gente más calificada, pagándoles sueldos competitivos con los del sector privado. “somos realistas y sabemos que hay que hacer ajustes” dijo Lee. “Se paga un precio fuerte por la hipocresía”.
Eso funcionó en Singapur en medio de políticas autoritarias que no se relajaron sino hasta hace poco. ¿Puede ese ejemplo exitoso (en un tiempo y circunstancia que lo hizo aún más excepcional) traducirse bien a nuestros tiempos y realidades?
En algunas cosas, sí. Singapur demostró que la honestidad pública no retarda el crecimiento social y económico, sino lo potencia y fortalece.
También demostró que, como sucede con otras áreas de la vida, los métodos para vencer la corrupción no deben ser dogmáticos, ni rígidos, sino pragmáticos y orientados a obtener resultados victoriosos a través de estrategias adecuadas.
Lo primero no suena convincente para muchos aquí. Sostienen, desde PPK para abajo, que el caso Lava Jato en el Perú representa un frenazo para la economía.
¿Qué dirían, por ejemplo, si el presidente en ejercicio de la nación fuera destituido y arrestado por corrupción, por haber recibido una coima del CEO de la empresa más reputada del país?
Eso es exactamente lo que ha pasado en Corea del Sur: la presidenta Park Geun-hye fue destituida en marzo de este año y es procesada ahora por corrupción. La principal acusación es la de una coima por $ 38 millones de dólares que el líder (en tercera generación) de Samsung, Lee Jae-yong pagó a una cercana amiga de la presidenta defenestrada, Choi Soon-sil. Lee Jae-yong ha sido ya condenado a cinco años de cárcel.
¿Consecuencias? Ni Samsung se ha paralizado ni Corea del Sur se ha contraído. Una vibrante democracia que exige que la ley funcione para todos, la aplica, como debe ser, en forma que castigue a los culpables sin crear daño colateral ni afectar a los inocentes. El líder de Samsung podrá estar en la cárcel, pero la empresa no; Corea del Sur tiene un nuevo presidente. La correcta aplicación de la ley y la madurez institucional permiten reprimir la corrupción de alto nivel sin conmocionar la economía.
Esa debiera ser la lección, y a la vez el desafío para Latinoamérica, sobre todo con relación al caso Lava Jato.
En los grandes casos de corrupción corporativa, los objetivos centrales deben ser: investigar, identificar, procesar y castigar a sobornadores y sobornados. Cobrar multas a las compañías infractoras por, cuando menos, el monto de ganancias que obtuvieron gracias a las coimas. Someter a esas compañías a una reforma profunda, con monitoreo externo, para establecer sistemas de integridad verificables en su funcionamiento.
Hecho eso, dejarlas trabajar.
El proceso no es fácil en organizaciones en las que la corrupción se hizo parte del código genético corporativo. En Petrobras, por ejemplo, Aldemir Bendine, presidente post-Lava Jato de la empresa, entre febrero de 2015 y mayo de 2016, fue arrestado por las autoridades anti-corrupción, acusado de pedir y recibir una coima de Odebrecht por casi un millón de dólares. Bendine había estado antes al frente del Banco do Brasil.
Y la semana pasada, el jefe de ‘compliance’ nada menos, de integridad corporativa, de Petrobras, João Adalberto Elek Jr., fue separado temporalmente de su puesto cuando una denuncia reveló que se había saltado una licitación por 8 millones de dólares para otorgarla directamente a Deloitte, que estaba en el proceso de contratar a la hija de Elek.
Ambos casos fueron detectados por las medidas anticorrupción que creó el caso Lava Jato.
Y en cuanto a Lava Jato en el Perú, el caso requerirá adoptar medidas aparentemente opuestas, pero de hecho complementarias.
De un lado, estoy seguro que la investigación del caso demostrará que la delación de los ex ejecutivos de Odebrecht es parcial e incompleta, que precisa profundizarse en una nueva etapa de confesiones premiadas. Se descubrirá también, creo, que las coimas pagadas fueron mayores de lo confesado hasta ahora. El cuadro final será considerablemente peor, en términos de la corrupción que describe, de lo que se sabe hasta hoy.
Pero lo que no se debe olvidar en ese proceso es que, a pesar de medias verdades y ocultamientos, Odebrecht es la única compañía que ha confesado en el Perú. La única que ha proporcionado datos vitales para proseguir con la investigación. Y la que más ha efectuado reformas internas anti-corrupción.
¿Cuál debe ser la consecuencia lógica de ese proceso? Que la mayor presión debe centrarse en las compañías que no han confesado y que maniobran para lograr una impunidad de banda ancha. Sobre esas compañías, brasileñas y peruanas, debe haber mucho mayor rigor investigativo hasta que, como sucedió en su momento con Odebrecht y otros en Brasil, decidan que el único camino válido que les queda es cooperar.
En cambio, la compañía, Odebrecht, que ha confesado, se ha allanado a multas y restituciones (por incompleto que sea lo uno y lo otro) y ha separado a buena parte de sus ex malhechores, debe recibir mejor trato en proporción a su mayor colaboración. Junto con los aspectos técnicos, debe levantarse (o por lo menos aliviarse) el absurdo rigor punitivo que ahora se aplica solo contra la empresa que confesó y no contra las que ocultan y callan, en lo que de hecho es una campaña estatal a favor de la Omertà. Si no confiesas, te contrato. Si hablas, te jodiste.
La delación y las medidas de reforma corporativa de Odebrecht deben influir favorablemente en las reglas de interacción. ¿Qué los delitos y la corrupción fueron inmensos? Sí, claro. Y falta mucho por investigar, con Odebrecht y, sobre todo, con las otras compañías. Pero la una ha hablado y las otras todavía no. Y como escribió el juez Sergio Moro: ”Si las leyes son justas y democráticas, no hay cómo condenar moralmente la delación; lo condenable en ese caso es el silencio”.