Reproducción de la columna ‘Las palabras’ publicada en la edición 2530 de la revista ‘Caretas’.
Mi viejo amigo Fernando Yovera, que alberga mente alerta, sorprendentes erudiciones y burlona entereza en su rotunda humanidad, me advirtió sobre el caso. Un intento de asesinato en Londres a comienzos de este mes se emparentaba de manera siniestra con meses decisivos del año dos mil en el Perú.
Sergei Skripal, un excoronel de inteligencia militar ruso que espió para la inteligencia británica a comienzos de este siglo, vivía en el Reino Unido, en Salisbury, desde 2010. Fue canjeado ese año, dentro de un grupo de cuatro personas que espiaron para Inglaterra y Estados Unidos, a cambio de otro grupo de diez que espió (o intentó espiar) a Estados Unidos en favor de Rusia.
“Es que apenas Flórez llegó a España se puso a vender concienzudamente a su propio servicio de inteligencia a los rusos, tanto que los ecos de sus acciones reverberan hasta hoy”.
A comienzos de este mes, Skripal y su hija Yulia, que llegó desde Moscú a visitarlo, fueron encontrados inconscientes en una banca de parque en Salisbury. Pronto se determinó que ambos habían sido envenenados con un tóxico nervioso. El gobierno británico pidió explicaciones al ruso. Dada la cantidad de asesinatos o muertes misteriosas de exiliados rusos en Inglaterra, [Alexander Litvinenko, Boris Berezovsky], las explicaciones podrían requerir una extensión tolstoyana.
Mientras Skripal, padre e hija, luchan por su vida, varios aspectos de la dialéctica de traiciones que definieron su caso han resurgido o ven la luz por primera vez. Como la identidad de la persona que lo vendió.
Este lunes 12, el Times de Londres lo presentó con el siguiente titular: “El que traicionó a Sergei Skripal ’lleva las manos ensangrentadas’”.
Es un español: Roberto Flórez García, exagente del CESID, luego CNI, que fue arrestado en España en 2007, acusado de vender desde el 2001 vital información a los servicios de espionaje rusos, que llevaron, entre otros hechos, al arresto de Skripal. Probablemente también, como insinúan ahora fuentes cercanas a los servicios de inteligencia británico y español, a identificar siete espías, asesinados en Irak en 2003. Hubo más: según el Times, Flórez vendió a los rusos el “quién es quién” del CNI español.
Un año antes de iniciar su carrera de hiperactivo agente doble, Flórez estaba en Perú y trabajaba en la embajada de España. Era el año dos mil, Fujimori y Montesinos imperaban y manejaban todos los resortes del poder para mantenerse en él. La oposición democrática había encontrado un líder en Alejandro Toledo, quien había pasado a segunda vuelta. El gobierno controlaba lo gobernable, pero el país hervía en protesta y movilizaciones. Toledo enfrentaba los dilemas estratégicos y las incertidumbres de la segunda vuelta con la mayoría de la gente a su lado y todo lo demás en contra.
Yo tomé licencia de mi trabajo como periodista en Panamá y vine a asesorar su campaña (Yovera, de paso, vino también desde Miami). Pocas horas después de llegar a Lima participé en una reunión del comité estratégico de campaña. Antes de empezar, todos le sacaron la batería a sus celulares pensando en eludir así los oídos electrónicos de Montesinos y se pusieron a discutir.
En el grupo relativamente pequeño de gente que deliberaba sobre decisiones fundamentales, escuché dos acentos extranjeros. Uno francés, que resultó el de un estratega profesional de campañas que no duró mucho; y otro español, entusiasta, activo, contando las tareas hechas, pidiendo otras, opinando y averiguando.
Me acerqué a él al final de la reunión. Fue muy cordial y me dijo que era periodista. Le pregunté por algunos conocidos, sabiendo que los corresponsales españoles, por lo menos entonces, se movían como los japoneses, juntos. No los conocía. Me dijo que él había trabajado más con prensa de provincias. ¿Y dónde estaba ahora? En la embajada, respondió.
Varias cosas no encajaban, así que busqué a amigos periodistas españoles y les pregunté por él. Al día siguiente me llegó la respuesta: trabajaba como empleado del CESID, el entonces servicio de inteligencia, cuyo jefe de estación era Juan Coll.
Vivíamos un gobierno de espías. Montesinos y el SIN controlaban el país; la relación de España con el fujimorato era excelente y tenía en Telefónica un gran apoyo. Que un agente de inteligencia española estuviera en el comando de la oposición democrática ponía en patética perspectiva la inútil precaución de sacar las baterías de los celulares.
Hablé inmediatamente con Toledo quien, para mi sorpresa, reaccionó con suspicacia y renuencia a hacer nada sobre el caso. Al final, luego de varias discusiones, no le quedó otro camino y lo excluyó de su entorno. Flórez insistió pero su superior, Juan Coll, decidió sacarlo del país ante la crecientemente pública controversia que se había creado.
La oposición democrática había establecido ya su centro de campaña en el hotel César (hoy Casa Andina)y Toledo trabajaba en una suite en un piso alto. Al salir del ascensor uno se encontraba con los miembros de su escolta. Yo subía varias veces al día y en una de esas me encontré con Roberto Flórez, que salía.
Era un tipo bajo pero compacto y obviamente entrenado. Me miró con hostilidad sin disimulo y me dijo que lo sacaban del país por mí, pero que iba a volver y que entonces… e hizo, ante los sorprendidos miembros de la escolta, un signo funerario señalándome con la mano. Le dije que podía intentarlo, que otros lo habían hecho antes que él y que lo estaría esperando. Se lo dije con convicción y sinceridad. Me respondió que no iba a ser él quien me pusiera las piedras, y se fue.
A los pocos días me buscó Juan Coll para asegurarme que Flórez no iba a volver al Perú, pero que si volvía lo llamara. No era lo que yo pensaba hacer, pero nunca regresó.
Es que apenas llegó a España se puso a vender concienzudamente a su propio servicio de inteligencia a los rusos, tanto que los ecos de sus acciones reverberan hasta hoy.
Sergei Skripal, revelado por Flórez, pasó un tiempo duro en las cárceles rusas, hasta que un canje de espías en el aeropuerto de Viena, en 2010, le permitió la libertad exiliado en Inglaterra.
No creo que Skripal haya sabido nunca del prólogo peruano del espía que lo vendió. Lo que quizá tampoco supo es que al pasar de un avión a otro en la pista de Viena, se cruzó con el grupo de espías rusos que había salido de Estados Unidos rumbo a Moscú. En el grupo había una peruana, la periodista Vicky Peláez y su esposo, el fotógrafo a quien aquí tantos conocieron como Juan Lázaro, un uruguayo con extraño acento y una recia manera de practicar el estilo Goju Ryu de Karate, que resultó ser el ciudadano ruso Mikhail Vasenkov.
En el renovado juego de la guerra fría, nuestro país no será el destino final de los espías ni el escenario central de sus mayores dramas (aunque Montesinos alucinó lo opuesto). No habrá un Checkpoint Charlie en este suelo. Pero los comienzos sí pasan por aquí. No siempre son malos, aunque siempre existe el riesgo de que dejen sus toxinas.