Reproducción de la columna ‘Las Palabras’ publicada en la edición 2185 de la revista ‘Caretas’.
Después del esfuerzo y el suspenso, el miedo y el desenlace, hemos pasado a navegar las térmicas de la transición. En comparación a las semanas previas al 5 de junio, estos parecen días apacibles, aunque nada hay más engañoso que la apariencia de tranquilidad, como lo sabe bien toda ciudad cortesana.
Estoy seguro que luego de la transmisión de mando, habrá decisiones poco esperadas. Aunque no arriesgo predicciones, hay algo que no requiere clarividencia para saber que cambiará: la llamada guerra contra las drogas.
No creo que nadie a estas alturas, ni siquiera el presidente electo Ollanta Humala, sepa con precisión qué forma tendrá el cambio, pero pienso que por primera vez en los 34 o 35 años que lleva la supuesta ‘guerra contra las drogas’, el campesino cocalero dejará de ser considerado como ‘enemigo’ en esta ‘guerra’.
Eso significará que uno de los pilares de la estrategia actual, dirigida fundamentalmente por Estados Unidos: la erradicación forzada de cocales, disminuirá notoriamente en importancia, o será eliminada del todo del arsenal de medidas en la lucha antidrogas.
¿Por qué me parece que ello ocurrirá? Por varias razones: por la representación del gremio cocalero en la candidatura de Ollanta Humala; por lo que el propio Humala declaró en campaña; porque conoce, por su experiencia en el Huallaga, la diferencia entre cocalero y narcotraficante; y porque sabe que la política de erradicación forzada ha exacerbado el conflicto social sin lograr avances sino, antes bien, retrocesos en la lucha contra el narcotráfico.
No sé si Humala convocará primero un grupo de expertos y protagonistas para hacer un diagnóstico de la lucha antidrogas y sugerir medidas para mejorar su triste situación actual; o si anunciará y ordenará directamente las primeras acciones.
Es seguro que la oposición a esos cambios en la estrategia antidrogas será fuerte. Provendrá sobre todo de las instituciones y las personas vinculadas con la política antidrogas estadounidense y con las organizaciones prohibicionistas en general. Es posible –aunque no del todo seguro– que Estados Unidos manifieste también su explícita oposición al cambio de estrategia.
Los argumentos en contra se centrarán, con diverso grado de énfasis, en lo siguiente: que sin erradicación aumentará explosivamente el área de cocales (y la materia prima para la cocaína); que los ‘logros’ alcanzados (como el llamado ‘milagro de Tocache’, por ejemplo), se verán amenazados por la competencia de la coca con los cultivos legales. Los más alarmistas dirán que el Perú pasará a convertirse en un ‘narcoestado’, un paria internacional, aislado comercial y moralmente; y eso solo por negarse a erradicar las 10 mil hectáreas anuales de coca que mantienen felices a las burocracias constituidas, nacionales e internacionales, aunque su fracaso de treinta años haga reventar en sangre y violencia al continente.
Casi todos esos argumentos son inconsistentes. Primero, porque la erradicación forzada no existe, en los hechos, en más de la mitad del área cultivada con coca. No se erradica, por ejemplo, ni en el Monzón ni en el VRAE porque se sabe que el costo en violencia social sería inaceptablemente alto.
Además, la erradicación forzada no ha logrado disminuir el área sembrada con coca. El mercado ha sido más eficiente que los erradicadores. Por último, el argumento más sólido contra la erradicación es que concentra la acción represora y punitiva del Estado en el grupo más numeroso pero a la vez el más pobre en la economía de la coca y el narcotráfico: el campesino cocalero.
Hay mucho de patético y doloroso cuando uno ve que el frente visible de la ‘guerra’ contra el narcotráfico –esa actividad hipercapitalista que mueve miles de millones de dólares en el mundo– tiene como oponentes principales a campesinos con todos los signos visibles de la pobreza y la vida dura marcados en la ropa, los cuerpos y los rostros. Toda la irracionalidad de una estrategia contradictoria, se refrenda cuando se examina las cifras globales que muestran el crecimiento brutal del narcotráfico y del crimen organizado.
Así que tiene todo el sentido del mundo cambiar una política injusta, frecuentemente abusiva, que ha fracasado y sigue fracasando dondequiera se aplique. Si examinamos a la población presa por narcotráfico veremos que la mayoría son gente pobre, a veces muy pobre, cuya detención no solo no avanza sino representa un retroceso frente al narcotráfico.
Dicho lo cual, debe quedar claro también que el declararle la paz a los campesinos cocaleros no es una política exenta de riesgos.
Pese a que la hoja de coca tiene usos muy positivos y hasta recomendables, lo cierto es que solo una parte limitada de su producción sirve para el chacchado, para harina de coca, mate de coca, shampoo de coca, elíxir de coca, cocabar, cocajuice, cocadent, cocaslim, cocacandy o cocawine.
La mayor parte de la coca va a las pozas, las prensas, los hornos y termina convertida en droga. Entonces, solo cuando se aleja de los valles donde mantiene a la gente pobre, empieza a enriquecer a los traficantes. A mayor distancia de la fuente de producción, mayor enriquecimiento para el traficante.
De manera que la declaratoria de paz al campesinado cocalero debería ir aparejada con una radical intensificación de acciones contra el crimen organizado en todos sus niveles, desde interdicción de insumos hasta lavado de activos.
Una campaña sostenida, enérgica y eficaz contra el crimen organizado, disminuiría la demanda de coca, bajaría su precio y afectaría, en consecuencia, al campesino cocalero, como ocurrió a mediados de la década de los noventa, cuando la interdicción al puente aéreo por el que entonces se exportaba casi toda la pasta de cocaína peruana, colapsó los precios locales de la pasta básica y de la hoja. Miles de hectáreas de cocales fueron abandonadas por campesinos sin otra alternativa que la emigración.
Ahora, los métodos de narcotráfico desde las zonas de producción han cambiado y se ha pasado de la avioneta al mochilero. Por eso, la interdicción debe aplicarse con energía en los insumos, el lavado de activos, las organizaciones de narcotraficantes.
Simultáneamente, debería ponerse en práctica programas intensos de mejoramiento productivo y comercial para los campesinos descocalizados. Ayudarlos a responder en forma razonablemente satisfactoria las preguntas que hoy les responde la hoja de coca. ¿Qué me da mi ‘caja chica’? ¿De dónde saco plata para extraerme la muela picada? ¿Cómo le compro remedios a mi esposa/o? ¿Cómo mando a mi hijo/a a estudiar secundaria?
Nadie dijo que era fácil. Pero tampoco es imposible si la lucha contra el narcotráfico y la paz con el campesinado se llevan a cabo con energía, persistencia, control y, sobre todo, sin corrupción.
Ante el fracaso de las estrategias precedentes, los paradigmas de la lucha antidrogas han empezado a cambiar en todas partes. El lunes 13, el New York Times publicó un largo y detallado perfil de “un general en la guerra de las drogas”.
Se trata de Nora Volkow, la neurocientífica que dirige el Instituto Nacional sobre el Abuso de las Drogas, de Estados Unidos. La ‘guerra’ de Volkow es investigar los mecanismos de la adicción en el cerebro humano, para, a partir de su conocimiento, lograr contrarrestarla.
Volkow sabe el objetivo de esa íntima batalla: controlar la compleja dinámica de la dopamina, que determina la adicción. Sin adicción no hay narcotráfico.
Volkow, una mexicana brillante, es bisnieta de León Trotsky. De hecho, uno la mira y parece un Trotsky que sonríe. Pero donde su bisabuelo fue el general revolucionario que ganó batallas pero perdió al final casi todo antes de perder la vida; Volkow libra las suyas con escáners y un objetivo: lograr políticas sobre drogas adictivas basadas “en ciencia válida”.
Mientras la “guerra contra las drogas” cambia paulatinamente prioridades y estrategias en Estados Unidos, nosotros –con energía y con inteligencia, tacto y diplomacia– debemos hacerlo aquí también.