Algún día tendrás la razón
(Columna publicada originalmente el 27 de enero de 2011 en la edición 2165 de la revista ‘Caretas’)
“Si vives cada día como si fuera el último, algún día ciertamente tendrás la razón”. Era junio de 2005 en la ceremonia de graduación de la universidad de Stanford, y el orador principal, Steve Jobs, el genio fundador de Apple, empezaba –recordando una cita que impresionó su adolescencia– el tercer tema de su discurso: la muerte.
Hace pocos días, este mes de enero, Jobs tomó una licencia médica que lo aleja parcialmente de Apple. Es la tercera en diez años, y como se sabe que las dos anteriores fueron por razones graves (cáncer al páncreas, transplante de hígado), la ansiedad entre los accionistas de Apple ensombreció las espectaculares cifras de crecimiento de la compañía que otrora fuera el símbolo de la singularidad creativa, la minoría estética, la rebeldía informática. Pero hoy Apple es la empresa que impera en el ámbito de la tecnología luego que el año pasado destronara a Microsoft en valor de mercado.
En 2005, Apple ya había convertido hace tiempo la rebeldía en éxito y riqueza, y Steve Jobs tenía una presencia emblematica en casi todos los temas de la mitología estadounidense de surgimiento de la desventaja al triunfo. El comienzo en el garaje; el exilio; el retorno y el triunfo; el gran producto: en la carrera de Steve Jobs se tocaba casi todas las bases de la imaginación mítica estadounidense: el joven pobre con un sueño, el inventor, el pionero, el comeback kid, el triunfador.
Era el orador ideal para el discurso de graduación en una de las universidades más prestigiosas (y ciertamente no de las más baratas) del mundo ese junio de 2005. El discurso, sin embargo, tuvo mucho de inesperado.
Jobs empezó diciéndole a los jóvenes graduados que él jamás se graduó. Que, de hecho, abandonó la universidad a la que sus padres adoptivos, de la clase trabajadora, lo enviaron invirtiendo todos sus ahorros, a los pocos meses de haber ingresado.
“Abandonar la universidad fue una de las mejores decisiones que tomé” dijo Jobs a una audiencia en ese momento silenciosa. No le encontró utilidad a un programa de estudios cuyo costo empobrecía a sus padres. Sin embargo, persistió algunos meses como alumno libre tomando cursos sobre temas que le fascinaban, aunque parecieran inútiles, como uno de caligrafía, que lo adentró en una “sutileza artística que la ciencia no puede capturar”.
Eso le costó. Contó a los estudiantes cómo tuvo que dormir en el piso, recolectar y vender botella vacías de Coca Cola para comer. Y cómo cruzaba caminando la ciudad una vez por semana para tener una cena respetable en el local de los Hare Krishna.
Nada de lo hecho entonces parecía tener valor práctico, relató Jobs, excepto como una suerte de trocha precaria hacia el fracaso. Pero, años después, al diseñar la primera Macintosh, “todo lo aprendido regresó”. La clase de caligrafía inspiró la tipografía de la Mac, que luego se generalizó gracias a la copia de Windows. “Si no hubiera abandonado los estudios, no hubiera caído nunca en esa maravillosa clase de caligrafía”, dijo Jobs.
Tal el poder de la caligrafía. Me hizo recordar una película china, “Héroes”, en la que el maestro y los aprendices de una escuela de caligrafía siguen practicando su arte con devota disciplina mientras llueven las flechas del enemigo que asedia el lugar.
Jobs habló luego sobre el terrible golpe que fue inicialmente para él ser expulsado, a los treinta años, de la compañía que había creado (junto con Steve Wozniak) y convertido en diez años de dos jóvenes en un garaje a una empresa de, entonces, 4 mil empleados y dos mil millones de dólares de valor.
Pero, como “amaba lo que hacía”, decidió empezar de nuevo y “el peso del éxito fue reemplazado por la levedad de ser de nuevo un principiante”. Fue, dijo Jobs, “lo mejor que me pudo pasar”.
Y ese camino de retorno y de vindicación se hizo posible porque “la única manera de estar verdaderamente satisfecho es si haces lo que crees que es un gran trabajo y la única forma de realizar un gran trabajo es amar lo que haces”.
En la última parte de ese extraordinario discurso, Jobs habló a los estudiantes sobre la muerte. A aquellos cientos de rostros jóvenes y sonrientes les recordó que ellos también van a morir y que recordarlo es “la mejor manera de evitar la trampa de pensar que tienes algo que perder. Ya estás desnudo. No hay motivo para no seguir [lo que indica] tu corazón”.
“Saber que voy a morir pronto ha sido lo más importante para ayudarme a tomar las grandes decisiones en la vida, porque casi todo –expectativas, orgullo, miedo de la vergüenza o el fracaso– se cae ante la faz de la muerte y solo permanece lo verdaderamente importante”.
Jobs acababa de ver la muerte a una distancia de lectura. Poco antes le habían diagnosticado cáncer al páncreas, cuya letalidad casi no tiene excepciones. Su caso fue, al final, una de ellas.
Aunque, dijo Jobs, “nadie quiere morir, ni siquiera la gente que desea ir al cielo”, la certeza de la muerte debe llevar a la autenticidad: “Su tiempo [de vida] es limitado, no lo desperdicien entonces en vivir una vida ajena. … no permitan que la voz de otros ahogue su propia voz, su corazón, su intuición”.
La exhortación final de ese extraordinario discurso fue tomada de una arenga impresa en la contratapa de una publicación histórica en la contracultura (o cultura alternativa) de los años 60, el “Whole Earth Catalog”: Stay hungry, stay foolish.
Mantente hambriento, mantente insensato.
Así que ya saben. Si de los estudios de billonarios hablamos, George Soros estudió Filosofía; Steve Jobs estudió caligrafía, no usa focus groups y aconseja prepararse para la vida pensando en la muerte y mantenerse hambriento e insensato para lograr la realización y, quizá, la opulencia.
¿Cuándo fue la última vez que escucharon eso en un curso de gerencia? Estoy seguro que nunca. La creatividad no se expresa en Excel.
Si se examina las vidas de algunos de los grandes inventores e innovadores, hay notables factores en común. Uno es, por supuesto, que surgen con mucha mayor frecuencia en sociedades que fomentan el esfuerzo industrioso a la vez que respetan la individualidad y, por ende, la libertad. Por eso, pese a sus excesos y falta de disciplina, Estados Unidos lleva ventaja a culturas más estructuradas: muy pocas otras sociedades ofrecen la oportunidad y el estímulo a la inventiva, la iniciativa individual. En medio de sus crisis actuales, hay cientos o miles de garajes, donde otros tantos jóvenes o quienes ya no lo son, desarrollan proyectos, inventos y sueñan con superar a Jobs, superar a Gates.
Hay otro factor frecuente en los creadores: una herida primaria, un dolor recóndito en almas sensibles que una vida cuadrada y previsible jamás curará. Así, la desventaja, el contraste, incluso el trauma son a veces el impulso que lleva a lanzarse a esfuerzos ambiciosos, con el acicate del hambre que conocen bien desde los artistas hasta los boxeadores, para lograr la trascendencia que realice la creación y alivie u olvide el dolor.