Reproducción de la columna ‘Las Palabras’ publicada en la edición 2221 de la revista ‘Caretas’.
SI hay alguien que se supone bien informado es James Clapper, el director nacional de Inteligencia de Estados Unidos. El 31 de enero pasado, Clapper declaró que las organizaciones criminales transnacionales son “una amenaza pertinaz (abiding threat) a los intereses económicos y de seguridad nacional de Estados Unidos”.
¿Y son también una ‘amenaza pertinaz’ para nosotros los latinoamericanos? Todo indica que sí, que dicha amenaza es claramente mayor para nosotros que para los gringos.
Les propongo hacer un breve repaso de la situación de seguridad e inseguridad en Latinoamérica. Sugiero observar la realidad y controlar el prejuicio. En lo bello y lo siniestro, Latinoamérica es un continente de paradojas, impermeable al diagnóstico fácil y la opinión dirigida.
Si el número de homicidios relativo a la población (se lo mide por la tasa de homicidios por cada cien mil habitantes) fuera el criterio central para medir el impacto de la criminalidad organizada, los estados del ‘triángulo norte’ de Centro América (Guatemala, Honduras y El Salvador) estarían en una de las peores situaciones en el mundo.
Honduras, lo escribí aquí hace algunos meses, es la nación con más alto índice de homicidios en el mundo: 82 por cada 100 mil habitantes. Su vecino de torturada historia, El Salvador, la sigue con 66 muertos por cien mil; Venezuela tiene 49 víctimas y Guatemala, 41.4.
México, que ha desatado una guerra no metafórica sino militar contra el narcotráfico, sufrió 18.1 homicidios por cada cien mil habitantes. Honduras, como se ve, multiplicó por cinco ese número de víctimas.
Toda esa sangre no se derrama solo por las guerras del narco. El narcotráfico es, sin duda, uno de los negocios centrales del crimen organizado, y uno de los elementos más corrosivos de la gobernabilidad democrática. Pero hay una diversificación de actividades que ayuda a explicar algo mejor los altísimos niveles de violencia.
Clapper señaló que la globalización ha incrementado el tráfico de personas, el contrabando humano como parte creciente del portafolio del crimen trasnacional organizado. Otro crimen que con frecuencia se perpetra sin que quede otro registro que no sea el trauma de las víctimas, es el secuestro para cobrar rescate. Según Clapper, el secuestro genera ‘profundas corrientes de ingreso’ para las organizaciones criminales, ‘particularmente en México’ y para las ‘redes terroristas’.
Pero, como anotó Jeremy McDermott, de In Sight, hay varias otras naciones en Latinoamérica que han sufrido significativos aumentos en el número de secuestros: Haití, Paraguay y, sobre todo, Venezuela.
EL deterioro en la seguridad de este país es particularmente significativo. De acuerdo con el Observatorio venezolano de la violencia, el número de homicidios en Venezuela se cuadruplicó desde 1999 hasta 2010. Esta misma organización calcula que la tasa de homicidios es de 57 por cada 100 mil habitantes (de 49, según el Gobierno venezolano): mucho más alta que las de Colombia ( 38 por cada 100 mil) o México (de 18 por cien mil, pese a la mortandad ocasionada por las guerras contra el narco y entre los narcos).
La tasa de homicidios en el Perú, recuerden, es de solo 5 por cada 100 mil habitantes: una de las más bajas en el Hemisferio.
Una observación todavía provisional de los efectos del narcotráfico en la criminalidad es que ésta, sobre todo en sus expresiones más violentas, se desarrolla menos en las naciones productoras de droga que en las que sirven de tránsito hacia el mercado. Ese es el caso de Venezuela (según las Naciones Unidas, casi la mitad de la cocaína que va a Europa pasa por Venezuela, gracias, entre otras cosas, a una gran corrupción militar), de los países del ‘triángulo norte’ de Centroamérica y de México.
Perú y Bolivia son naciones con mucho menores problemas de delincuencia violenta y crimen organizado. Colombia, aunque también nación productora, fue el principal centro del narcotráfico internacional por mucho tiempo.
La mayor violencia y desarrollo criminal en las naciones de tránsito tiene relación con el incremento de precios conforme la cocaína se aleja de su lugar de producción. Pero solo en el tramo del transporte.
En el Perú, el kilo de cocaína comprado en el Huallaga o en el VRAE vale entre mil y mil 200 dólares. En Colombia cuesta 2 mil 300 dólares. En Venezuela y Brasil, alrededor de 7 mil. En la letal parte norte de Centroamérica, llega a costar más de 8 mil.
Sin embargo, en los mercados de consumo, donde el precio se multiplica, y el narcotráfico se hace al menudeo, la violencia disminuye abruptamente.
«En México, la violencia se desbocó en los Estados donde intervinieron los militares contra las organizaciones narcotraficantes».
El transporte de droga al por mayor, a través de países con altos niveles de corrupción y de impunidad, con memorias frescas y efectos presentes de las guerras internas en el siglo pasado, es el que ha provocado los mayores niveles de violencia criminal. Es el caso de Guatemala y El Salvador, que sufrieron insurrecciones y acciones contrainsurgentes sumamente cruentas, que terminaron en una suerte de empate militar y acuerdos de paz prolijamente diseñados y trabajados. Las posguerras, sin embargo, rebasaron la capacidad de control de los gobiernos, y la criminalidad estableció –lo mismo que en Honduras– la violencia despojada de toda ideología que no fuera la del lucro.
En México, sin embargo, aunque con menores niveles de homicidio, el poder y la organización paramilitar de los grupos narcotraficantes les dio, en algunos casos, ciertas características de una insurrección en desarrollo: control de territorios, de gobiernos locales, mediante la combinación de fuerza, corrupción y crueldad.
La movilización militar del Gobierno mexicano ha padecido, por eso, de muchos de los errores clásicos de las contrainsurgencias más rústicas, predicadas sobre todo en la potencia de fuego, con limitada inteligencia y poca capacidad de gobierno.
El año pasado, por ejemplo, el sociólogo Fernando Escalante publicó un estudio en la revista Nexos, donde demostraba que la violencia creció y se desbocó precisamente en los Estados en los que intervinieron los militares contra las organizaciones narcotraficantes.
CIUDAD Juárez es el ejemplo extremo. Escalante escribió que luego que la Fuerza Armada mexicana entrara a Juárez en 2007, la tasa de homicidios en el Estado ascendió de 14.4 por cien mil en 2007 a 75.2 en el 2008 y a 108.5 (probablemente la más alta del mundo) en 2009.
Escalante también comparó las tasas de homicidio entre los Estados donde había habido intervención y operativos de la Fuerza Armada con aquellos en los que no había ocurrido. En los primeros, los homicidios se dispararon de algo menos de 15 por cien mil habitantes en 2007 a cerca de 45 por cien mil habitantes el 2009. Los estados sin intervención militar tuvieron variaciones pequeñas en ese índice: de menos de 10 víctimas por cien mil habitantes, a un poco más de 10.
Esa es la realidad apabullante y sangrienta, tanto más difícil que lo que tenemos que soportar, que llevó al presidente de Guatemala, el derechista Otto Pérez, a sugerir la necesidad de discutir la alternativa de legalización como forma de disminuir la criminalidad. Mauricio Funes, el presidente de El Salvador, que visitaba Guatemala, declaró primero, en reacción a la propuesta de Pérez que “como gobernante … estoy abierto a discutir y promover una discusión en mi país y sobre todo en la asamblea”. Luego, en El Salvador, se corrigió parcialmente y dijo que “como presidente de la República debo promover el debate, pero personalmente no estoy de acuerdo, por el mensaje que se pueda enviar a los jóvenes”.
La presidenta de Costa Rica, Laura Chinchilla, terció en el debate con lo que quizá fue el razonamiento más preciso: “… no veo por qué en Centroamérica no se pueda plantear también el debate, pero claro que es un debate que implica un abordaje serio y riguroso, a efectos de no verlo simplemente como una medida paliativa y simplista porque no lo es”.
Y claro que no lo es.