Reproducción de la columna ‘Las Palabras’ publicada en la edición 2230 de la revista ‘Caretas’.
LA nota que publiqué la semana pasada, dejó en algunos lectores, junto el deseo de conocer más sobre la hoy casi olvidada guerra campesina en el VRAE entre Sendero Luminoso y los DECAS, desde 1984 hasta mediados de los noventa del siglo pasado.
A muchos se les hace difícil entender cómo los campesinos lograron derrotar a Sendero gracias al ingreso extraordinario que les dio la coca en una época de auge de precios por el narcotráfico. Y cómo, a partir de 1995, el desplome de los precios de la coca –por el efecto conjunto de la exitosa interdicción al puente aéreo Perú-Colombia y de la ofensiva contra el cartel de Cali –, debilitó a los Decas y desmanteló la organización campesina, lo que ayudó al cauteloso retorno de Sendero algunos años después.
Hacia fines de 1995 –diecisiete años atrás– viajé al VRAE a hacer un reportaje, junto con el fotógrafo Jeff Rotman, sobre la guerra campesina y la coca moribunda. Yo no vivía entonces en el Perú, y regresé para hacer un reportaje sobre aquel entonces nuevo y sorprendente capítulo de la guerra contra el narcotráfico, y a la vez visitar los escenarios de las mayores batallas de la guerra interna.
El viaje entonces se hacía fundamentalmente por río. Así navegamos río arriba por el Apurímac, desde San Francisco hasta Palmapampa. La belleza del valle absorbía hasta el ánimo más alerta. Al navegar entre las rocas, veíamos las playas del río y los bosques cercanos junto con los cocales cuya agonía les daba un color amarillento, que teñía entonces los cerros con el color dorado de la muerte vegetal.
Los once años previos de guerra campesina habían causado más de 8 mil muertes en una población del valle que se calculaba en 150 mil personas al inicio de la violencia. Para comprender lo que impactó la violencia allá, pensemos qué hubiera significado para todo el país sufrir un número proporcional de víctimas. En un escenario así, un millón y medio de peruanos hubiera muerto. Imaginen cómo hubiera sido el desgarro, la agonía de la nación. Eso fue lo que pasó en el VRAE.
“¿Debemos morirnos de hambre, don Hugo?” gritó el líder Decas, “por este problema nuestra organización está en decadencia.…. ¿Para qué, entonces, se perdieron tantas vidas, don Hugo?”
En Palmapampa conocí al legendario jefe militar de los Decas, Antonio Cárdenas, entonces con 29 años, quien a los 18 años se transformó en el jefe providencial de este ejército campesino. Cuando bajo su dirección, su pueblo, Pichiwillca, se levantó contra Sendero, hasta los militares “me dijeron que estaba loco… pero Dios me dio algo de inteligencia y estrategia”, dijo Cárdenas.
Pobremente armados al comienzo, con lanzas y unas pocas escopetas, el núcleo inicial de los Decas sobrevivió gracias a una muy bien organizada vigilancia, eficaz inteligencia y una incansable tenacidad en el patrullaje y el combate contra los ataques senderistas. En el peor momento, llegaron a combatir dentro del mismo pueblo de Pichiwillca antes de rechazar el ataque.
Ahí decidieron contraatacar. “¿De qué nos servía defendernos en nuestra zona si el enemigo se movilizaba sin restricciones?”, me dijo Cárdenas entonces, “por eso decidimos prepararnos y organizarnos para destruir el cuartel general clandestino”, de Sendero.
LA primera acción ofensiva de los Decas no tuvo lugar en la selva sino en plena sierra, en noviembre de 1984. Doscientas personas, la mitad del Decas, la otra mitad de Sendero, libraron una batalla encarnizada durante doce horas. Hacia el crepúsculo, dos compañías de Sendero habían sido barridas y se iniciaba la leyenda y la victoria del Decas.
En esa batalla estuvo Demetrio Quispe, entonces de 52 años, a quien mencioné la semana pasada. Quispe combatió con su carabina .22, en cinco batallas importantes, en las que vio caer a su lado a jóvenes de Palmapampa. En esos combates, casi cuerpo a cuerpo, las decisiones eran binarias: matar o morir. En los primeros combates, dijo Quispe “peleamos llorando, derramando lágrimas … después ya nos acostumbramos”.
“En los grandes operativos de 1991, los Decas movilizaron entre 7 mil y 8 mil combatientes en el Valle… esa fue la ofensiva final contra Sendero”, me dijo Hugo Huillca, otro de los grandes dirigentes del Decas, días después, en el norte del VRAE, mientras navegábamos por el río Apurímac.
Elocuente y carismático, vibrante orador en quechua y en castellano, Huillca era un estudio de contrastes frente al austero y taciturno Antonio Cárdenas. A diferencia de Cárdenas, Huillca no era un guerrero nato sino un líder de tiempos de paz que no tuvo elección.
Había sido un líder cocalero en los 70 y vio cómo Sendero conquistó el Valle entre 1984 y 1986. Su pueblo, Sivia, sufrió tanto en esos años salvajes, que en un momento llegó a tener solo 11 habitantes, según recordó Huillca.
En 1984, la contrainsurgencia, salvo casos notables como el del capitán EP ‘Amador’, en Sivia, fue en muchos casos indiscriminada y brutal. Ese año, Huillca se encontró entre un grupo de civiles detenidos por un retén de las fuerzas de seguridad, boca abajo en el piso, a punto de ejecutados sin otra razón que la de ser lugareños. Cuando se escucharon los primeros disparos, Huillca se levantó, desvió con la mano el cañón de fusil que lo apuntaba y, con la muerte inminente reforzando su voz con estupenda resonancia, gritó que exigía que lo mataran de pie. La tropa se paralizó; el oficial al mando llegó y observó a Huillca, en el estentóreo trance de clamar de pie a la muerte, esperando su llegada como la luz de un rapto místico, y en silencio ordenó a su gente que lo dejara ir.
Años después, luego de haber escapado de Sendero una vez, cerca de Huanta; y de haber sido rescatado por la población del arresto ordenado por un oficial ignorante de la Marina, Huillca era un respetado líder Decas y cocalero a quien encontré en una asamblea en Mayapo, con varios dirigentes Decas de base.
ERA, de nuevo, 1995, y el éxito de la interdicción aérea y el colapso del Cartel de Cali habían desplomado los precios. La arroba de coca se compraba apenas a $2. A ese precio, se la dejaba morir, a merced del gusano de la malumbia y la mala hierba.
En Mayapo, la elocuencia de Huillca fue, esa vez, kennedyana pero insuficiente. La crisis era tan dura, dijo a la asamblea, que no era el momento de “gritar, de llorar, sino de hacer … Así funciona el desarrollo”.
Pero la audiencia permaneció impasible. Un líder Decas, con barba y dura mirada se levantó y habló apasionadamente: “Vivimos una situación terrible, don Hugo” dijo “esto no puede continuar. Hay que declarar la zona en emergencia económica”.
“Lo que tú propones, hermano, es demagogia”, contestó Huillca, “sin recursos, no podemos hacer milagros”.
El debate se acoloró. “¿Debemos morirnos de hambre, don Hugo?” gritó el líder Decas, “por este problema nuestra organización está en decadencia. En mi pueblo éramos 70 hombres. Ahora somos 15. La gente se va y nos debilitamos. ¿Para qué, entonces, se perdieron tantas vidas, don Hugo?”.
Conmovido, Huillca, repuso: “¿Qué podemos hacer, hermanos? Tenemos que encontrar la fuerza en nosotros mismos. Si ayer pudimos derrotar a los terroristas, ¿por qué no podremos derrotar ahora a la pobreza?”.
Pero más tarde, navegando por el Apurímac, Huillca reflexionó con amargura sobre aquella situación. “Los Decas no tienen suficiente para comer, mucho menos para comprar munición … o hacer operaciones”.
Todo eso pasó hace 17 años. Las víctimas colaterales de esa victoria contra el narcotráfico fueron los vencedores de Sendero. Debilitados por la guerra, fueron devastados por la pobreza. La ventana de oportunidad no fue aprovechada. Si el grito de angustia de aquel dirigente Decas en Mayapo hubiera sido escuchado y se los hubiera ayudado entonces, quizá la situación de hoy hubiera sido diferente.