Reproducción de la columna ‘Las Palabras’ publicada en la edición 2246 de la revista ‘Caretas’.
LA semana pasada murió un soldado: el general EP Gonzalo Briceño Zevallos, el fundador de la Escuela de Comandos del Ejército, cuyo predicamento dentro de su institución se basó tanto en la destreza militar como en el ejemplo moral.
Escribo esto y temo que suene al lugar común de los elogios fúnebres, donde virtudes ausentes en la vida son conscriptas en forzada e incómoda formación al lado del ataúd.
Pero es cierto. Gonzalo Briceño fue un soldado de vocación, con iniciativa y audacia, que sentó paradigmas duraderos a través del ejemplo y el riesgo personal.
En los ejércitos, los líderes de fuerzas especiales suelen ser oficiales poco conformistas, de pensamiento original y espíritu audaz, a quienes los jefes tradicionalistas suelen detestar a hígado completo.
David Stirling, por ejemplo, el escocés que fundó el legendario SAS británico durante la Segunda Guerra, era un montañista apasionado que en 1939 se entrenaba para intentar escalar y coronar el Everest (lo que no fue conseguido sino hasta 1953).
Tanto él como el extraordinario estratega de operaciones especiales, Orde Wingate, pelearon en dos frentes: contra el enemigo del Eje nazi/fascista; y contra los militares convencionales a quienes la originalidad y, sobre todo, la irreverencia de estos soldados, ponía en trance de furia paroxística.
Tanto Stirling con el SAS, como Wingate con los Chindits, la última unidad que comandó, predicaron sus estrategias en incursiones profundas detrás de las líneas enemigas. Los resultados fueron de una eficacia devastadora.
Entonces nos alcanzó el camión y un capitán bajó y saludó a Tejada, “¡Qué bonito accidente, mi mayor!”. Hasta los accidentes parecían una virtud comando.
Pese a la furiosa oposición de los tradicionalistas, Wingate contó con el apoyo de Winston Churchill, quien lamentó así su muerte en 1944, en plena campaña Chindit: “ …el mayor general Wingate… ha pagado la deuda del soldado… fue un hombre de genio que bien pudo haberse convertido en un hombre de destino”.
EL ethos, la leyenda de las fuerzas especiales alimentaron la imaginación de muchos jóvenes oficiales después de la Guerra. En 1959, el entonces comandante EP Gonzalo Briceño logró que el Ejército lo enviara a llevar el curso de Rangers en el Ejército de Estados Unidos.
En Fort Benning, recuerdan sus contemporáneos, los militares gringos le informaron que él no podía participar en el curso, porque éste era solo hasta el grado de teniente (y entiendo que excepcionalmente de capitán). Briceño ofreció quitarse los galones y ponerse los de teniente. Y eso es lo que sucedió. El comandante se hizo teniente y luego Ranger..
Cuando vean a un militar dispuesto a perder galones para cumplir su misión, sabrán que han visto a un verdadero soldado.
En el Perú, Gonzalo Briceño fundó la Escuela de Comandos del Ejército, cuyos rigores en el entrenamiento garantizaron trabajo a los traumatólogos y la reputación de los graduados.
Una vez conversé largo con Briceño en los años 70, en Arequipa. Briceño ya era general, segundo jefe, si recuerdo bien, de la entonces III Región Militar; y yo era un agricultor a quien, junto con otras, interesaba la historia militar. Coincidimos en un café y terminamos charlando sobre, precisamente, Wingate, Stirling, T.E. Lawrence y también, en el otro lado, Skorzeny. Me impresionó su conocimiento del tema.
Años después, cuando Briceño ya estaba en el retiro y la Escuela de Comandos vivía su propia dinámica, con las huellas del paso del tiempo y las nuevas administraciones, llegué, como periodista de Caretas para hacer un reportaje, con un equipo de la revista, a la Escuela.
Era diciembre de 1982 y el Ejército se preparaba a entrar a Ayacucho. La Escuela graduaba una nueva promoción que casi con seguridad iba a ser destinada a acciones contra Sendero; y queríamos mostrar, acompañándolos por unos días, cómo era la preparación de los comandos.
Fueron, digamos, días de explosiones, disparos, pistas de combate, fuego real, práctica de puñales, muchas fotos.
Poco después, en camino hacia varios simulacros y una marcha nocturna, la realidad cambió escenarios.
En un jeep militar manejado por un recluta, íbamos el reputado fotógrafo Fernando Yovera y yo, sentados en el asiento de atrás, adelante estaba un mayor EP de la Escuela de Comandos apellidado Tejada.
Al empezar la bajada de Cieneguilla, el jeep comenzó a tomar velocidad. Los pasajeros, que íbamos medio amodorrados, nos despertamos de inmediato. “Aguanta un poco” le pedí al chofer. No respondió. “¡Engancha!” le insistí, mientras el mayor Tejada ordenaba lo mismo. “¡No entra, mi …” contestó el chofer, haciendo el intento de cambiar de marcha, entre el ruido de dientes de piñones chocando entre sí.
“¡Frena, pues hijo, frena!” ordenó Tejada. El chofer hundió el penal del freno hasta el fondo, una y otra vez. Nada. Los frenos estaban vaciados. Ya el jeep iba demasiado rápido y no se podía saltar. Pasamos a un transporte militar como si éste estuviera detenido.
“¡Pégate al cerro!” le dijimos. El chofer no contestó, pero no lo hizo. Pasamos una curva cerrada, otra más, aumentando la velocidad. Era imposible correr toda la bajada en neutro. Veíamos la tierra y las piedras, veloz, violentamente cercanas.
OTRA curva y se abrió un tanto la quebrada. Cascajo, piedras y rocas pequeñas antes de una pared de peña. El chofer lanzó el jeep contra las piedras.
La máquina saltó, rebotó, voló saltando, se inclinó y enderezó en el aire. Dio botes y botes y botes, antes de detenerse a centímetros de la pared de roca.
Tejada saltó del jeep. Yo me di cuenta que me había quedado con la barra de protección en la mano. Yovera se puso a tomar fotos. Entonces nos alcanzó el camión de transporte de tropa y un capitán bajó y saludó a Tejada, “¡Qué bonito accidente, mi mayor!”. Hasta los accidentes parecían una virtud comando.
Golpeados y todo, seguimos, a bordo del camión, con el programa. En la noche, después de varios simulacros de emboscada y reacción rápida, emprendimos la marcha nocturna desde Cieneguilla hasta Santiago de Tuna. Junto con los comandos íbamos dos periodistas de Caretas, yo y Benito Portocarrero.
El ascenso es solo hasta los 3 mil metros, pero muy empinado y doblemente difícil de noche. Benito no había calculado bien su estado físico y pronto el cansancio se hizo fatiga, luego tortura y al final filosofía.
En un momento de la madrugada, Benito anunció que pensaba quedarse donde estaba, que muchas gracias por todo, pero que no tenía otro deseo en la vida que quedarse ahí, quietecito en el empinado cerro. El jefe del grupo de comandos le dijo que eso no era posible, que si era necesario lo llevaban cargado. Al final, se amarró una soga a la cintura y remolcó así a Benito, cuesta que te cuesta, hasta que llegamos a los primeros tunales y a un encuentro providencial con un burro, que transportó el ingreso triunfal de Benito a Santiago de Tuna.
En las disciplinas de lucha hay un dicho: “la mejor técnica es el acondicionamiento [físico]”. Y esos comandos tenían una magnífica condición, como demostraron en esa marcha y en varios riesgosos simulacros después.
Después vino la redacción, el cierre, el fin de año y el comienzo de otra, larga y trágica historia.
Ese día quedó para mí como la metáfora de lo que iba mejor e iba mal en lo militar. El excelente nivel de entrenamiento táctico de los comandos, transportados en vehículos sin frenos, con conductores improvisados y confundidos.
Me pregunto que hubiera dicho, o mejor, qué hubiera hecho en estos años el general Briceño, sobre la calidad del entrenamiento, la aplicación de la enseñanza a la necesidad, el nivel de liderazgo en su institución.
Sabemos, por lo menos, el lema que dejó: “Ser y no parecer”; y sabemos también que para él fue muy clara la necesidad del país de tener fuerzas especiales de primer orden. Sobre todo ahora.