Reproducción de la columna ‘Las palabras’ publicada en la edición 2490 de la revista ‘Caretas’.
Cuando lograban longevidad en sus tiranías, los dictadores latinoamericanos de antaño tenían garantizado el ingreso a la literatura. Los dictadores contrainsurgentes de la última parte del siglo pasado, en cambio, pasaron a tener garantizado el ingreso a la cárcel.
Literatura y cárcel no suelen ser antónimos, pero en este caso sí. La novela del dictador estira la memoria y la transforma y acrecienta. El señor presidente; Yo el Supremo; el recurso del método; la fiesta del chivo: la inmortalidad queda segura.
La cárcel, en especial para la generación de dictadores de la última parte del siglo XX, ha sido todo lo contrario: la prisión como olvido. Y este último no como debilidad sino como voluntad de la memoria.
Manuel Antonio Noriega acaba de morir en Panamá, donde regresó cuando ya no inspiraba el miedo de antaño, después de pasar largos años en prisiones de Estados Unidos y Francia. Noriega fue más bien atípico entre los dictadores contrainsurgentes de la que podrá quizá llamarse la ‘generación Cóndor’ –compuesta por quienes participaron en mayor o menor grado en esa internacional contrainsurgente, que persiguió, capturó, torturó y asesinó a opositores a través de las fronteras–, pero terminó igual que la mayor parte de ellos.
Gregorio Álvarez, de Uruguay y Jorge Rafael Videla, de Argentina, murieron en prisión. Luis García Meza, de Bolivia, vive aún en la cárcel; Manuel Contreras, de Chile, que no fue dictador sino lo más cercano a este como letal jefe de espías de Pinochet, murió en prisión también. Algunos de ellos reclamaron reivindicación pero solo lograron un paréntesis de infamia antes de volver al olvido.
«Lo producido hasta ahora es, sobre todo, investigaciones y documentales, así como la literatura del sufrimiento».
Supongo que en el futuro se explorará mejor la antropología militar de esos años, las influencias intelectuales y sus traducciones doctrinarias que llevaron a los años bárbaros de las guerras sucias del continente. Lo producido hasta ahora es, sobre todo, investigaciones y documentales, así como la literatura del sufrimiento, de las víctimas, de los huérfanos, del dolor y de la pérdida, pero no la novela del dictador sobre esos años.
Uno pensaría que el tiempo breve e infame de García Meza en Bolivia, por ejemplo, tendría expresiones literarias. Ahí hubo de todo: nazis viejos como Klaus Barbie operando con los neonazis y neofascistas europeos de los años setenta; especialistas de inteligencia militar argentina secuestrando y torturando en territorio boliviano; cooperando activamente con quienes, como el entonces ministro Arce Gómez, se dedicaban, horas después, a organizar y despachar masivos cargamentos de cocaína al ancho mundo. Es verdad que, junto a tanto criminal exagerado no hubo un dictador hegemónico; y claro también que es difícil hacer una ficción verosímil de esa realidad; pero al final es probable que en el ámbito de la novela del dictador no solo haya cambiado el dictador sino también la novela.
Con Manuel Antonio Noriega, por supuesto, cambió la visión del dictador. Formado en el Perú, Noriega era el jefe de espías de Omar Torrijos, uno de los dictadores militares más carismáticos de esa era, cuya personalidad sedujo, entre otros, a Graham Greene (“Tenemos algo en común” le dijo el general al escritor, “los dos somos autodestructivos”). Detrás de Torrijos, sin embargo, había realidades siniestras y detrás de esas realidades estaba Noriega.
Cuando Torrijos murió en un accidente de aviación, empezó el corto camino del hombre con el poder en la sombra hacia la sombra en el poder. Los rivales militares fueron puestos de lado; y los civiles fantoches que hicieron de presidentes sumisos cumplieron su papel.
Cuando un espía operativo, especialmente uno experimentado en el lado sucio, llega al poder, su estilo y sus acciones seguirán patrones peculiares. Eso hubiera pasado, empezó a suceder de hecho, si Vladimiro Montesinos hubiera consolidado su poder en el Perú.
En un país esencialmente transaccional como es Panamá, Noriega expandió ese concepto al espionaje, la intriga internacional y el crimen organizado. Cooperó con la inteligencia cubana y con los sandinistas, mientras colaboraba estrechamente con la CIA, en informaciones y operaciones; a la vez que brindaba facilidades territoriales y financieras a las organizaciones narcotraficantes en veloz expansión.
Jugar, y fuerte, con todos los lados, no le hizo perder cotización en ese nudo de intrigas, en esa “Casablanca sin héroes” como alguien llamó al Panamá de esa época. Para la CIA, el dictador cruel y corrupto era una fuente valiosa. En tiempos cercanos a la invasión asistí en Estados Unidos a varios debates sobre Panamá. Uno de ellos, en Boston, enfrentó a Roberto Eisenmann, una de las personas más importantes de la oposición democrática panameña, con Néstor Sánchez, quien hasta su retiro fue uno los jefes principales de la CIA en el Hemisferio. Pese a los crímenes de Noriega (entre los cuales el secuestro, la tortura y la decapitación de Hugo Spadafora), Sánchez defendió con vehemencia a Noriega.
Quizá la percepción de creerse indispensable en el tráfico de inteligencia llevó a Noriega a sobrevalorar su importancia (y la de la CIA) y jugar fuerte para varios lados a la vez, mientras apretaba la opresión sobre los panameños.
Luego de todas sus bravatas, la invasión estadounidense bajo las órdenes del general Maxwell Thurman, encontró a Noriega en cama ajena. En lugar de encabezar la resistencia pasó a ser el fugitivo que pocos días después, disminuido y apocado, se entregó a Estados Unidos. Al abordar un avión hacia Estados Unidos, escoltado por funcionarios de la DEA, como un narcotraficante de cuidado, inició la parte penitenciaria de su vida.
Cuando, varios años después, Noriega retornó a Panamá, para pasar de una prisión a otra, su formidable capacidad intimidatoria de antaño se había esfumado por completo. Cargado de años y achaques –de culpas, no se sabe–, preparándose, ya en detención domiciliaria, para una operación en el cerebro, Noriega negó hasta el final su evidente responsabilidad por el asesinato de militares rendidos que llevaron a cabo un fallido alzamiento antes de la invasión de Estados Unidos. Dos años atrás, en 2015, había ensayado una disculpa general que significó entre muy poco y nada.
Noriega entró a la operación para salvar la vida y la perdió en ella.