«No juzgues a una persona hasta que hayas terminado de clavar su ataúd», dijo una vez Lee Kuan Yew, «cierra el ataúd, decide entonces».
El de Lee ya fue clavado y una multitud de obituarios ha despedido a quien fue no solo el patriarca fundador de Singapur sino uno de los políticos más importantes del siglo XX, cuya experiencia en la construcción y gobierno de su Ciudad-Estado será estudiada y discutida para saber qué funciona y qué no en el manejo de sociedades difíciles y por qué.
Está claro que nadie llamó a Lee el Pericles de Asia. Para muchos, incluso liberales de derecha, como William Safire, Lee fue un dictador. Y se lo dijo personalmente en la notable entrevista —por la inteligencia y franqueza desplegadas— que tuvieron en Davos, en 1999. Lee, por cierto, no se consideraba un dictador. «¿Necesito serlo cuando puedo ganar [elecciones] con comodidad?». «No me considero un modelo para nada», continuó respondiendo a Safire. «Solo me interesa lograr que Singapur funcione. Yo me presto y recojo [ideas, proyectos] en forma ecléctica. Aprendo y no dejo de aprender, porque pienso que cuando dejas de hacerlo, te toca morir».
En un continente de corrupción endémica, Lee buscó crear una sociedad limpia de cleptócratas en Singapur y lo logró. Tuvo las cualidades y condiciones para ello. La primera fue su propia honradez, acompañada, como sucede con casi todo político trascendente, por fuerza de carácter. Cuando la CIA quiso sobornarlo con algo más de tres millones de dólares, la respuesta de Lee fue terminante: «Los estadounidenses», dijo, «debieran conocer el carácter de la gente con la que tratan en Singapur y no ser más arrastrados a la calumnia. Aquí no están tratando con Ngo Dinh Diem o con Syngman Rhee. Nadie compra ni vende a este Gobierno».
La segunda fue un pragmatismo inteligente. Según Lee, para captar y retener en el Gobierno a la gente más calificada, había que pagarle sueldos competitivos con los del sector privado. «Mira a nuestro alrededor [a los líderes de otras naciones en Asia]», observó en una ocasión, «empezaron como revolucionarios abnegados —Vietnam, China—, emprendieron largas marchas, sus amigos murieron, sus familias perecieron, sus sistemas no son corruptos: sus hijos son los corruptos. Nosotros no hemos caído en eso porque somos realistas y sabemos que hay que hacer ajustes. Se paga un precio fuerte por la hipocresía».
El costo de pagar bien a los líderes, sostuvo Lee en su moción, «salarios competitivos para un gobierno competitivo», era bajo en comparación al beneficio que traería un buen gobierno.
La alta compensación a funcionarios competentes y eficaces solo tiene sentido cuando estos son honestos y cuando lo es el gobierno en su conjunto, [o, en su defecto, las islas de eficiencia institucional]. Está claro que un buen salario no convierte a ningún cleptócrata a la honestidad. Puede, sí, retener en su puesto a la gente mejor calificada y construir una gestión mejorada por la experiencia y la continuidad.
Luego de dejar el premierato, el muy pragmático Lee se convirtió, sobre todo en Asia, en mentor de gobernantes, no por poderosos menos atribulados, como en China, inmersos en complejos e intensos procesos de reforma hacia un horizonte desconocido, acompañado por un miedo atávico al desborde y la anarquía. ¿Hubieran sido válidos sus consejos en Latinoamérica sobre cómo disminuir sustantivamente la corrupción?
Muchos sí. El pragmatismo inteligente y el sentido común nunca le hicieron daño a nadie. En otros casos, sobre todo en las contraposiciones, aparentes o reales, de orden con libertad, creo que no.
Donde tiene mayor valor la historia de Lee Kuan Yew y Singapur para Latinoamérica es el desafío de cómo adaptar un principio estratégico que en su caso se aplicó con enorme éxito: la lucha contra la corrupción expresada en la meta de una nación limpia, íntegra, competente, cuya ausencia de corrupción —unida, por supuesto, a estrategias comprehensivas de desarrollo— se convirtió en una de sus principales ventajas comparativas. En un valioso instrumento de progreso.
Adaptar la estrategia global del Estado hacia ese objetivo permitirá afrontar las falacias situacionales donde, al enfrentar casos profundos, de corrupción (como el Lava Jato en Brasil), pueda temerse que, por la dimensión e importancia de los acusados, la investigación y castigo a los corruptos arriesgue la estabilidad económica (por distorsionada que sea) y el desarrollo de la nación. Hacer viable el concepto que la limpieza no cuesta sino paga, es crucial para su éxito a largo plazo. Ese concepto es el que válidamente puede transmitir una ciudad-estado a un país-continente.
(*) Publicado el 8 de abril en El País, de España.