La extraordinaria periodista mexicana, Marcela Turati, reportera valerosa de los tiempos corruptos y violentos del narco, y del sufrimiento sin fronteras de sus víctimas, trabajó hasta hace pocos meses en Proceso. Las siguientes líneas, escritas para IDL-R, son su recuerdo de Julio Scherer.
Todavía el año pasado don Julio aparecía en la revista Proceso y, de escritorio en escritorio, saludaba a cada reportero con un ¿qué cuentas, hermano? o ¿señora, cómo ha estado?, seguido por un imperativo cuénteme algo. Le gustaba que los reporteros le confiáramos los temas que llevábamos, escuchar nuestras opiniones, cómo se movían los políticos, qué dificultades teníamos.
Su crítica era dura cuando un reportaje publicado no le gustaba y el abrazo fuerte (o hasta la invitación a desayunar) cuando un texto lo hacía emocionarse.
Cada tanto cuando en la portada de la revista se anunciaba un nuevo material de Julio Scherer García o el adelanto de algún nuevo libro, hacía que todos nos ruborizáramos porque, aún enfermo y con más de 80 años, nos ponía la muestra. Así descubríamos que había entrevistado a uno de los narcotraficantes más poderosos, que pasó temporadas en la cárcel entrevistando a presos, que se interesó en el fenómeno de los niños delincuentes o de algún político en turno. Su curiosidad lo abarcaba todo.
Regalaba a todos los integrantes de la redacción un ejemplar de cada libro nuevo –siempre tenía varios en el tintero— y no permitía agradecimientos: quería opiniones.
Para él era signo de la madurez de un reportero escribir un libro, y cuestionaba a quien no tuviera alguno de su autoría.
Un día, caminando por los pasillos de la revista, lo encontré solo en una sala, concentrado al escribir en su vieja máquina Olivetti, como sé que le hubiera gustado morir. Alguna vez lo escuché lamentando que leía poco a causa de sus operaciones. Sé que escribió hasta que tuvo fuerza.
Lo recuerdo a mediados de 2012 al pie de la escalera que conduce a la dirección, acompañado de Vicente Leñero, su cómplice y amigo del alma, y del director Rafael Rodríguez Castañeda, donde nos convocó para hablar sobre el asesinato de la corresponsal de la revista en Veracruz, Regina Martínez, un crimen que nos dolió hasta el tuétano del alma. Su indicación fue no dejar de hacer periodismo, ser más feroces, más críticos, más infalibles. Estaba dolido e indignado.
El fin de semana del asesinato don Julio había impuesto su voluntad para viajar a Veracruz a ver a la familia de Regina y hablar con el gobernador del estado, lo hizo en contra de todas las voces que le decían que por su estado de salud no debía hacerlo. En la reunión, cuando el mandatario echaba pura palabrería hueca de cómo estaban investigando, don Julio lo interrumpió, le reprochó que siempre tuvo a Regina acorralada, le exigió resultados y frenó la conversación con un firme: “No le creemos”.
El periodista-leyenda puso la muestra a los directores de los medios mexicanos, incapaces de alzar la voz cuando les asesinan a uno de los suyos para no perder el agrado de los políticos. Los reporteros locales festejaron la presencia de don Julio en el Estado, lo sintieron como la palmada de un papá que cobija a todos.
La semana pasada la clase política en pleno manifestó sus condolencias por la muerte de quien es considerado el mejor periodista de México. Los medios impresos se llenaron de esquelas que lamentaban el fallecimiento del periodista que en vida nunca fue del agrado de los políticos; su publicación semanal, por crítica al poder, lleva décadas vetada de la publicidad gubernamental y excluida de las entrevistas.
Fiel al estilo de don Julio, la familia Scherer Ibarra no quiso homenajes. Realizó un entierro privado, rápido, sencillo. No hubo periodista que no lamentó su ausencia, no hubo ciudadano nostálgico de la justicia social y asqueado de la corrupción que no sintiera orfandad. Como bien cabeceó La Jornada al día siguiente de su deceso: “Falleció el referente de la prensa insumisa”.