Era el viernes 26 de febrero. Dos y media de la tarde, para ser precisos, en el cuarto piso del Palacio de Justicia. Era el piso reservado a los vocales de la Corte Suprema, al personal que los asiste y, en los últimos tiempos, a casos muy especiales.
Ahí estaba, por ejemplo, el juzgado que dirige la jueza María Martínez, la encargada de investigar el explosivo caso de los Petroaudios. Antes, Martínez despachaba en su precario juzgado en la Corte Superior de Lima. Pero cuando se hizo evidente que la información que manejaba tenía bastante en común con la nitroglicerina, el presidente del Poder Judicial, Javier Villa Stein, dispuso su traslado expeditivo al cuarto piso del Palacio de Justicia, donde Martínez trabaja en un espacio protegido por rejas, detectores de metales, cámaras de vigilancia, policías y una bóveda asegurada. Es la única jueza en el Perú en ese piso.
Doblando un pasadizo, se avanza a lo largo de oficinas con puertas invariablemente cerradas. La mayoría son de vocales supremos, y casi todas están con llave, incluso los baños, donde, sin embargo, no hay papel higiénico, quizá por temor a los robos en esa exaltada área judicial.
La oficina 457 es otra que permanece con la puerta siempre cerrada. En su caso, no sin razón. Es la que da acceso al área de trabajo de la Unidad de Ética Judicial, un grupo que, pese a su nombre, no es de disquisición filosófica sino de investigación.
La Unidad había sido creada, bajo el membrete de “Comisión de Ética Judicial” el 9 de julio de 2009, por iniciativa del propio Villa Stein, con el objetivo de investigar presuntos actos de corrupción en los niveles más altos del Poder Judicial.
La Resolución Administrativa 215-2009-CE-PJ, del Consejo Ejecutivo del Poder Judicial, que la creó, utilizó – todo indica que a propósito- un lenguaje vago e impreciso para describir sus funciones, pero en medio de la palabrería, el mandato quedaba claro: “Emitir reportes” por ejemplo, “ante el requerimiento del órgano competente, respecto a información o documentación acopiada que alude a presuntos hechos de corrupción”.
Varios meses después, esa tarde de fines de febrero, nueve de los miembros de la Unidad trabajaban en el amplio espacio abierto de la oficina, donde solo había un semi privado del jefe. En los costados, escritorios de los funcionarios; en el centro, una mesa grande dominaba el espacio; y sobre la puerta, protegido por una caja metálica estaba el switcher que conectaba las computadoras del piso con el servidor que albergaba la principal arma informática de la Unidad, el programa de Base de Datos relacional i2 iBase 5.0 diseñado para un análisis profundo de la información investigada.
Los nueve investigadores y analistas habían regresado de almorzar hacía poco y trabajaban a esa hora en las dos áreas centrales de la investigación: el desbalance patrimonial de los magistrados y las irregularidades en las compras del Poder Judicial.
A las dos y media de la tarde, sin parpadeo previo, se cortó la electricidad. En el sorprendido silencio del apagón, la gente llegó a la puerta y salió al pasadizo para verificar cuánto había afectado el corte eléctrico. Todas las otras oficinas funcionaban normalmente. Solo ellos habían quedado sin energía y a oscuras sobre qué había pasado.
Lo supieron menos de veinte minutos después. Llegaron dos personas del área de personal, con varias cartas de no renovación de contrato. Es decir, de despido.
Apenas terminaron de leer la carta, vieron que no menos de diez funcionarios de seguridad, algunos con detectores de metales bloquearon la puerta, ordenaron a los despedidos que dejaran todos los documentos de trabajo impresos y electrónicos, los USB, las llaves de acceso al software, los celulares. Los registraron primero con los detectores y luego manualmente, antes de acompañarlos a la puerta del Palacio de Justicia.
Los sumariamente despedidos eran: Luis Suárez, el jefe de la Unidad; Horacio Benavides, Julio Camargo y Luis Casanova.
Adentro quedaron el nuevo jefe de la Unidad, el filósofo José Carlos Ballón, la periodista Mónica Vecco, la abogada Antonella Cavalieri D’Oro y otros dos funcionarios.
El presidente del Poder Judicial, Javier Villa Stein, fue informado al minuto de lo que estaba sucediendo. De hecho, él sabía mejor que nadie lo que iba a pasar, pues él fue quien ordenó la maniobra, que algunos de su entorno llamaron “el golpe de estado”.
Se trató en realidad de un golpe de mano que decapitó a los principales jefes de esa unidad por orden de quien la había creado pocos meses antes.
Ninguno de los miembros del Consejo Consultivo de esa unidad: Juan Velit, Luis Vargas Valdivia, Manuel Tamayo y Manuel Rodríguez Cuadros sabían qué iba a suceder y quedaron casi literalmente pasmados de la sorpresa cuando se enteraron.
¿Por qué tomó Villa Stein la radical decisión de ese golpe de mano?
“Me quisieron cercar y formar un servicio de inteligencia. Tomé por asalto la oficina. Si yo me descuido me cercan. Hubo una exposición con un power point lleno de mentiras. Unas cosas eran verdad y otras mentiras”, dijo Villa Stein a IDL-Reporteros, en una entrevista que tuvo lugar en su oficina el jueves 18 de marzo.
¿Qué pasó en realidad?
La historia de esos meses, entre la creación de la unidad y el golpe de mano de Villa Stein, está llena de intrigas, de pugnas y de historias ocultas, que empezaremos a revelar en la segunda entrega de esta investigación, el lunes 22.