El ensayo que Anthony Lane publicó en el New Yorker del 18 de diciembre pasado: “La oda de Steven Spielberg al periodismo en ‘The Post’”, arranca con un lead memorable: “La nueva película de Steven Spielberg, ‘The Post’, empieza en la jungla, pasa a Washington y nos reta a encontrar la diferencia”.
Luego, sus dos párrafos finales transitan con aparente ligereza y energía de la elocuencia descriptiva al mensaje comprimido y urgente: “… [los] nostálgicos de tecnologías desaparecidas, entretanto, gemirán con deleite ante las imágenes recurrentes de la tipografía. (Llámenlo porno de metal caliente)[…] Aún así, pese a esta auténtica recreación del pasado, “The Post” no es cine de época.
Está más bien enteramente dirigido a la actualidad, [que] pugna por la urgencia de un titular. La película está aquí para prevenirnos de las amenazas a la libertad de prensa; para confirmarnos que la batalla entre las noticias reales y las falsas tiene precedentes… […] Cuando una película captura el momento, como “The Post” parece decidido a hacerlo, ¿qué quedará de su impacto cuando el momento pase? Quizá Spielberg, Streep y Hanks […] piensan que el momento está aquí para quedarse”.
Confieso el deleite, pero silencioso, ante la excelente recreación de la época, sobre todo del desaparecido escenario del periodismo de los setenta y ochenta. El tecleo coral de las máquinas de escribir, la edición linear con lápiz, la tipografía, el ruido poderoso de las rotativas poco antes de que salga el papel impreso al mundo, a informarlo, a conmoverlo, a cambiarlo. No regresaría a él, pero lo extraño. Y creo que lo extraño como sucede con todos los, digamos, veteranos [o vintage], como yo, que añoramos los años en los que teníamos más futuro que pasado y más sueños que despertares. No hay nada de malo en la vigilia, pero tampoco es malo que la claridad extrañe de vez en cuando la ilusión.
Pero aunque los escenarios cautivaran los recuerdos, el mayor interés que tuvo “The Post” para mí fue el de los personajes representados. ¿Con qué fidelidad lo hacen los actores? Conocí o leí y estudié a varios de ellos, los de esa época extraordinaria del periodismo estadounidense, que proyectó una gran influencia fuera de sus fronteras, ciertamente en Latinoamérica.
En el Washington Post de la película destacan dos mujeres: Katharine Graham (Meryl Streep) y Meg Greenfield (Carrie Coon). Uno puede ver a Graham en Streep, pero resulta difícil reconocer a Greenfield en el personaje de Coon. Ambas muestran carácter, aunque Greenfield, editorialista y ensayista antes que reportera, destacara más por su agudeza e ironía. Fue además, una amiga cercana e influyente de Graham.
Ambas visitaron el Perú en los ochenta y Enrique Zileri les hizo una reunión de bienvenida en su casa. Watergate y los documentos del Pentágono ya eran cosa del pasado y el Washington Post estaba en la cumbre de su prestigio e influencia. Sin embargo, Graham mantenía el trasfondo de timidez e inseguridad que tan bien representa Streep. Greenfield, de otro lado, pequeña y alerta, no tenía ni sombra de la una o la otra.
En el fermento de la redacción del Post, se escucha un par de veces el nombre ‘Howard’, que representa a Howard Simons, el entonces jefe de redacción del Washington Post. Como escribe el propio diario en su reseña de la película: ”David Cross, que luce un prodigioso peinado y una panza es casi irreconocible como el jefe de redacción Howard Simons”. Howard era un hombre delgado, fibroso, bromista y apenas peinado puesto que no había mucho que peinar.
El cine ha sido terriblemente ingrato con Simons. En “All the President’s Men”, la película sobre el caso Watergate, Ben Bradlee, el director del Post, interpretado por Jason Robards, se lleva todo el crédito por dirigir y orientar la investigación, mientras que Howard, interpretado ahí por Martin Balsam, se reduce a un personaje dubitativo e ineficaz. En los hechos, fue Howard Simons quien alertó sobre el caso, impulsó su seguimiento, confió en los relativamente inexpertos Woodward y Bernstein, coordinó la investigación y hasta puso el apodo de ‘Deep Throat’ a la fuente (ahora se sabe que fue el ex alto funcionario del FBI Mark Felt) que les suministró vital información.
Algo parecido sucede en esta película, en la que Bradlee (Hanks) opaca por completo la importante participación de Simons en el caso. Los guionistas buscan simplificar argumentos e imagino que es más atractivo resaltar al típico brahmin bostoniano, como fue Bradlee, antes que al inteligente y sarcástico nativo de Albany,NY, sea cual fuere la verdad histórica.
Conocí a Howard en 1985, cuando él ya había dejado el Post y era director [Curador] de la Fundación Nieman de Periodismo en Harvard. No era una persona cerca de la que uno podía decir una tontería impunemente, pero los periodistas jóvenes no le decían “rabino” por nada, pues si algo destacaba en él era su capacidad de estimular, guiar, proteger y ayudar a todo periodista que demostrara ganas o talento. No solo fue un mentor exigente y generoso sino un gran periodista y un hombre de inmenso valor que aceptó con serenidad y humor la inminencia de su muerte cuando le diagnosticaron cáncer al páncreas. Si los guionistas son mezquinos con su legado, los periodistas que lo tuvimos como paradigma lo recordamos con cariño, gratitud y hasta un poco de temor cuando sentimos no estar a la altura del esfuerzo que nos demandó.
Quien sí es retratado bien es Ben Bagdikian (Bob Odenkirk), el subjefe de redacción que consigue los documentos del Pentágono para el Post. Bagdikian fue un gran periodista de investigación, pero se lo recuerda ahora sobre todo por su trabajo crítico sobre el periodismo. Su libro ‘The Media Monopoly”, publicado en 1983 y reeditado varias veces, examina, con agudeza que no ha perdido actualidad, las consecuencias nocivas de la concentración de los medios de comunicación. Al final de su larga carrera, Bagdikian enseñó y fue decano en la Facultad de Maestría de Periodismo en la universidad de Berkeley en California. Ahí remachó con frecuencia una frase que debería ser el credo de todo periodista: “Nunca olvides que tu obligación, tu deber, es con la gente. No la es, en realidad, con quienes te pagan, o con tu editor, o con tus fuentes, o con tus amigos, o con el progreso de tu carrera. La es con el público”.
Otro personaje que aparece entrevisto como una sombra laboriosa, decidida y eficiente, no en el Post sino en el New York Times, es Neil Sheehan, que, luego de una destacada trayectoria como reportero en Vietnam, recibió y publicó primero, en 1971, los documentos del Pentágono. Después de la victoria judicial que tuvieron el Post y el Times en la Corte Suprema de Estados Unidos, Sheehan se embarcó el año siguiente en la investigación y redacción de un libro sobre Vietnam: “A Bright, Shining Lie”, sobre la vida de un personaje contrainsurgente, John Paul Vann, y la guerra en Vietnam. Por una serie de infortunios y bloqueos, el libro, de más de 800 páginas solo fue terminado en 1986 y publicado en 1988, 17 años después de empezarlo. Ese mismo año ganó el Pulitzer y el Premio Nacional de Literatura (National Book Award).
El caso de los documentos del Pentágono marcó un punto de inflexión, un antes y un después, en la lucha por la libertad de prensa. Pero, desaparecidos ya casi todos sus grandes personajes, retornan ahora gran parte de los peligros y el después corre el riesgo de involucionar en el antes.
(*) Reproducción de la columna ‘Las palabras’ publicada en la edición 2526 de la revista ‘Caretas’.