- La espera
- El diagnóstico
- La cascada y la tormenta
- Los tratamientos
- En cuidados intensivos
- Cómo enfrentar mejor la crisis: medicina comunitaria
La espera
Antes de que el virus lo tumbara, el señor G. se jactaba de nunca haber necesitado atenderse en un hospital. Con 66 años, se sentía muy saludable, capaz de manejar él solo su puesto de abarrotes en el mercado de Caquetá, en San Martín de Porres.
Pese a eso, cuando comenzó el estado de emergencia el 16 de marzo, Jessica, su hija mayor, le rogó que dejara de ir a trabajar. Le advirtió lo contagiosa que es esta nueva enfermedad, de los miles y miles de muertos que por ella se cuentan en el mundo, y de lo vulnerables que son los “adultos mayores”, especialmente los que, como él, no tienen seguro médico. El señor G., aunque de mala gana, tuvo que resignarse al confinamiento.
En casa, Jessica tomó precauciones. Desinfectó con lejía todas las superficies. Solo ella o sus dos hijos salían a comprar comida. Se lavaba las manos con agua y jabón durante más de 20 segundos, y casi nunca se quitaba el tapabocas. Pero nada de eso evitó que su padre, una noche, empezara a toser.
Era una tos que sacudía su pecho y cortaba su respiración con el pasar de los días. Le ardía la garganta. Le dolían los huesos. La comida le sabía a nada. Una semana después de que empezaron los síntomas, llamó al 113, la línea a donde se reportan casos sospechosos de Covid-19. Nadie atendió. Alarmada, Jessica subió a su padre a un taxi. Fueron a Emergencias del Hospital Villa El Salvador, al Casimiro Ulloa, al María Auxiliadora. Pero en ninguno lo pudieron recibir. Decenas de personas antes que ellos, por miedo a estar infectados, esperaban ser atendidos.

“El Dos de Mayo fue mi último recurso”, dice Jessica, empleada de un call-center antes de que empezara la cuarentena. La vimos el martes, 14 de abril. Con mascarilla y guantes, lleva cinco horas en las gradas de la loza deportiva de este hospital, el más antiguo de Lima, donde se ha improvisado una zona de triaje. Aquí un equipo de enfermeras y médicos hace turnos de 12 horas, de día y de noche, para diagnosticar y atender pacientes de Covid-19.
Había pasado un mes desde que empezó el “aislamiento social”. Horas antes el Gobierno había actualizado las estadísticas de la pandemia: los infectados, las pruebas, los recuperados, los muertos. Pero ninguna de esas cifras —que se multiplicarían por 10 un mes después— contaba a los cientos de ciudadanos con ominosos malestares que, como el padre de Jessica, aguardaban dentro o fuera de un hospital para hacerse una prueba que les confirme si tienen el virus o no.
De acuerdo a la alerta epidemiológica del Ministerio de Salud (Minsa), del 13 de abril, el señor G. era calificado, por sus síntomas, como “caso sospechoso”. Para tener un diagnóstico preciso, en una de las tres carpas verde petróleo instaladas allí, le tomaron una radiografía de tórax. También le pincharon un dedo y colocaron unas gotas de su sangre en un plaquita blanca, parecida a un test de embarazo. “Le llaman prueba rápida, pero de rápida no tiene nada”, se queja Jessica. Le dijeron que debe esperar unas horas para recibir el resultado de su padre, quien, junto a otros pacientes, reposa en silla de ruedas y lleva una mascarilla conectada a un balón de oxígeno.

“De toda esa gente que ven acá, la mayoría está infectada”, dice, el mismo día, Gilmar Gonzales, neumólogo y jefe de emergencias del Dos de Mayo. “Hace días eran unos cuantos, ahorita son casi todos los que llegan”.
Aunque reconoce que los servicios están saturados en la mayoría de hospitales, y que las camas son insuficientes para tantos enfermos, Gonzales explica que, si un paciente está muy grave, hacen lo posible por hospitalizarlo, ya sea en el pabellón de pacientes moderados (donde recibe oxígeno y otros cuidados) o graves (en las UCI). Pero si ven que “todavía puede soportar”, lo mandan al triaje, donde Jessica y su padre esperan. Ese, dice, es el protocolo. Pero en esas semanas, en que habían pasado de atender 100 pacientes a 300 por día, era inevitable que el primer nivel de atención colapse.
“Y esto no es nada”, advierte Gonzales, antes de salir hacia las carpas, llevando placas de pulmones con manchas blancas: pulmones inflamados por la neumonía que causa la nueva amenaza microscópica. “De acá a un par de semanas más será el pico”.
Fue un pico que llevó a otro más alto y de ahí a otro y otro más.

Horas más tarde, en el triaje donde Jessica espera que internen a su padre, un vigilante con mascarilla abre la puerta metálica que da a la Avenida Grau. De inmediato seis, siete personas, con su DNI en la mano, se arremolinan para gritarle: a qué hora pasaremos, cuándo nos harán la prueba, llevo horas parada acá, llamé al 113 diez veces y no contestan, estoy hirviendo en fiebre, ¿acaso quieren que me muera? Se empujan, se respiran en la nuca, rompen todo “distanciamiento social”. Algunos cubren sus narices y bocas con un pedazo de tela que apenas deja ver sus miradas cansadas, humedecidas.
En el día 30 de la emergencia nacional, fuera de los hospitales de Lima —como comprobaríamos luego en otros centros de salud como el Guillermo Almenara, el Hipólito Unanue y el de Villa El Salvador—, el miedo se propagaba entre la gente con mayor velocidad que cualquier virus.
Pisándole los talones al miedo avanzaba a su vez la muerte. Sin embargo, aún en ese escenario de escasez, carencia y desorganización, muchos se salvaron. El señor G., el padre de Jessica, fue uno de ellos. Luego supimos que tras dos semanas de hospitalización pudo recuperarse, y ya está en casa. Era fuerte, después de todo.
Published Feb 13, 2023
El diagnóstico
La evidencia científica ha determinado que el Sars-Cov2 —el virus que causa Covid-19 y que es 900 veces más diminuto que el grosor de un cabello humano— se contagia cuando una persona infectada, al hablar o toser o estornudar, libera gotículas que entran a nuestro organismo por la nariz, la boca o los ojos. Pero si protegemos bien esos ingresos y nos lavamos las manos con jabón antes de tocarnos la cara, no correremos peligro, ya que el virus no atraviesa la piel.
El escritor de 75 años, que prefiere la notoriedad literaria a la médica y a quien por eso llamaremos Martín, no sabe cómo se contagió. Quizá en un supermercado de San Borja, la semana previa a la cuarentena, cuando la gente corría a comprar alimentos y montones irracionales de papel higiénico para los días inciertos que vendrían.
Lo que recuerda bien es que, el día que tuvo 39 de temperatura, llamó al 113. Otra vez, nadie contestó. El Minsa dice que solo tiene capacidad para atender el 70% de llamadas que recibe, pero por una extraña coincidencia, casi todas las personas que dijeron haber llamado a ese número, parecían pertenecer al 30% que nunca fue atendido. De manera que Martín fue a la Clínica Internacional, el 16 de marzo. Le hicieron pruebas de sangre, una tomografía pulmonar —que detectó una “neumonía atípica”— y la prueba del hisopado, que dio positivo para Covid-19.
Estuvo tres semanas y media en el área de infectados. Además de la fiebre alta, sentía el cuerpo muy débil, casi no comía. Solo las llamadas de WhatsApp de su hijo desde Nueva York y el cuidado de las enfermeras, hicieron más llevaderos esos días. Los médicos lo trataron con hidroxicloroquina y azitromicina, fármacos que, durante esa época, según el protocolo del Minsa, solo se aplicaban a casos moderados y severos.
En la primera semana de abril dejó de tener fiebre. Recuperó el apetito. Comenzó a sentirse mejor. Y así, gracias al tratamiento —que cubrió su seguro médico—, Martín se sumó a los 3,579 peruanos que, según las cifras del Gobierno hasta el 22 de mayo, han logrado “derrotar” al virus.
La recuperación del escritor fue una buena noticia, no solo para las letras sino por las enseñanzas que dejó sobre la forma de enfrentar la pandemia. Reveló que, durante esta emergencia, recibir oportunamente una buena atención de salud en los primeros días de la enfermedad, puede hacer la diferencia entre vivir y morir.
Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), alrededor del 80% de personas infectadas se recuperan de la enfermedad sin necesidad de tratamiento hospitalario, pues sus síntomas son leves: fiebre, tos, ardor de garganta. Pero el resto de casos —uno de cada cinco, en promedio— acaban muy enfermos, con dificultades para respirar. La gente mayor de 60 años y quienes padecen males previos —hipertensión, obesidad, problemas cardíacos o pulmonares, diabetes o cáncer— tienen más probabilidades de presentar estos cuadros graves. Por eso deben ser tratados pronto, ya que cada día de empeoramiento hace más difícil su mejoría. La neumonía podría avanzar rápidamente, aun cuando el paciente pareciera estable. En esta categoría se cuenta a los 7,545 hospitalizados que registró el Minsa hasta el 22 de mayo, en el Perú.
¿Cómo se lleva a cabo la atención primaria a estos pacientes? Durante el último mes, IDL-R recorrió hospitales y entrevistó a emergencistas, intensivistas, internistas, reumatólogos, infectólogos, epidemiólogos y neumólogos, de hospitales y clínicas de Lima y Callao, y documentó la situación que cada día nos estalla en la cara: colas de gente esperando durante horas en los triajes; escasez de tests, reactivos y tomógrafos para un diagnóstico rápido; gente que fallece asfixiada por falta de balones de oxígeno y ventiladores en las salas UCI; tratamientos que no salvan tantas vidas como se esperaba.
Para Eduardo Ticona, infectólogo del Servicio de Enfermedades Infecciosas y Tropicales del Hospital Dos de Mayo, ofrecer una buena atención primaria va mucho más allá de hacer pruebas a las personas que presenten síntomas visibles del virus.
“Cuando la epidemia progresa, las pruebas dejan de ser necesarias”, dice Ticona. Un caso sospechoso, en una condición como la actual debería ser suficiente para que el sistema de salud le ofrezca atención a una persona.
“Las pruebas —prosigue Ticona—, lamentablemente, no son buenas. Ni las moleculares, aun tomándose en el mejor momento, que es en la primera semana, son 100% sensibles [al virus]. Su sensibilidad es del 60%. Durante la primera semana, es el virus el que está generando la enfermedad. En la segunda semana es la respuesta inmune: queriendo erradicar a este microbio, genera los síntomas. Por eso en la segunda semana las pruebas moleculares pueden salir negativas y las pruebas rápidas son más útiles, aunque su sensibilidad llega al 85%”.
De ahí que, según los expertos, hacen falta otras herramientas para obtener un diagnóstico certero y oportuno sobre el daño real que el virus está causando en los pulmones y otros órganos del cuerpo.
“Debe iniciarse el tratamiento dentro de las primeras 48 o 72 horas de empezados los síntomas como máximo”, advierte el infectólogo Ticona. Es una carrera contra el tiempo.
La cascada y la tormenta
Los médicos deben actuar pronto por la velocidad con la que este nuevo coronavirus invade el cuerpo. Primero, este se aferra a la mucosa de la nariz y la garganta, y usa las proteínas que sobresalen de su superficie como llaves que abren las células para invadirlas y ordenarles hacer millones de copias de sí mismo. Al morir, las células infectadas liberan dichas copias, expandiendo el virus por los bronquios hasta llegar a los pulmones. Entonces el organismo combate al invasor con su primera línea de defensa, por eso nos arde la garganta, la nariz se congestiona, tosemos, tenemos fiebre.
Los especialistas consultados por IDL-R coinciden en que el Sars-Cov2 tiene una predilección por los endotelios, esos tejidos que cubren el interior de nuestros vasos sanguíneos. El área más grande de endotelios está en los pulmones y es frecuentemente ahí donde se concentra una infestación veloz por un virus desconocido.
Ante eso, el quinto o sexto día de la enfermedad el cuerpo moviliza y envía a todo su ejército de anticuerpos hacia los órganos atacados en un impulso brutal, desesperado y ciego por eliminar al enemigo. En esa desbocada guerra microscópica, al intentar destruir el virus, nuestro propio descontrolado sistema inmune nos destruye: los pulmones se inflaman, acumulan líquido, ya no reciben oxígeno, el corazón comienza a funcionar mal y sobreviene el shock.
Los médicos llaman a este cuadro “cascada inflamatoria” o “tormenta de citoquinas”, por esas proteínas que las células del sistema inmune liberan sin control. Las personas mayores y las que padecen enfermedades crónicas suelen ser las más vulnerables a esta reacción exagerada y sin control del cuerpo. Cuando ese caos de autodestrucción se desata, el paciente debe ser hospitalizado de inmediato y probablemente conectado a un respirador artificial, pues se ha iniciado una acelerada cuenta regresiva que los médicos intentan frenar, a veces demasiado tarde.
“El problema no es el virus, es la inmunidad”, nos había explicado Marco Carvajal, médico internista y emergencista de la Clínica Angloamericana. “Si tu sistema inmune no está modulado y se desborda, cuando aparece la tormenta de citoquina, el incendio ya se expandió”, causando a su paso daños en hígado, páncreas, riñones, incluso vasos sanguíneos del cerebro, generando hemorragias, trombosis y hasta infartos.

Por eso, aseguran los médicos, es vital anticiparse a “la tormenta”. Esto se logra guiándose por criterios clínicos: observar si hay fiebre persistente, tos, pérdida del olfato y el gusto, dolor en el pecho, dificultad para respirar, vómitos y diarrea; si en la tomografía hay signos de neumonitis; si en los análisis de sangre hay señales de anemia, y si los niveles de dímero D (molécula que mide alteraciones de los procesos de coagulación), la proteína C reactiva, la dehidrogenasa láctica (DHL) y de ferritina (el marcador más sensible para detectar citoquinas) están altos.
El problema es que, aún cuando se rigen por la misma normativa sanitaria, los medios de diagnóstico de Covid-19 en una clínica tiene marcadas diferencias del que se aplica en un hospital. Una de las principales —además de los costos, infraestructura, calidad y rapidez de la atención— es que mientras en algunos hospitales usan simples radiografías de tórax para complementar el diagnóstico, en las clínicas usan tomografías para determinar el estado real del enfermo.
“La principal herramienta para determinar si es un paciente con sospecha de Covid o no, es la tomografía”, dice José Luis Cabrera, jefe del servicio de Neumología de la Clínica Internacional, quien además atendió personalmente al Martín, el escritor.
La tomografía toma múltiples secciones de la parte del cuerpo que va a cubrir —en este caso, los pulmones—, para generar una imagen computarizada con mayor detalle y resolución que una radiografía. Así, los especialistas pueden ser muy precisos en el diagnóstico precoz de neumonía. “Es como si fuera una foto HD”, explica Cabrera, “permite ver con muchas más claridad y precocidad las lesiones”. De ese modo, sumada al análisis del laboratorio, la tomografía ayuda a establecer qué pacientes pueden manejarse en casa y cuáles deben ser hospitalizados.

“Lo que la comunidad médica en el mundo ha descubierto es que los pacientes [de Covid-19] tienen una tomografía muy particular”, dice Alejandro Daly, neumólogo de la Clínica Delgado. “Así tengamos una demora en la prueba [del hisopado] o un resultado negativo, si la persona tiene unos resultados clínicos y unas imágenes muy compatibles, lo tomamos como si fuera un caso positivo”.
Pero para varios hospitales, sin embargo, no hay medios para alcanzar esos estándares. “Ahora prácticamente no usamos radiografías. Pero al solo tener un tomógrafo corremos el riesgo que se malogre en algún momento y ahí nos plantemos. Felizmente hasta la fecha no sucede”, admite Luis Hercilla, infectólogo del Hospital Alberto Sabogal e integrante del equipo de más de 100 médicos que, en su centro de salud, ya han tratado casi 3 mil casos de Covid-19.
En su hospital, hasta el 18 de mayo, se atendían 120 pacientes por día, se habían habilitado 120 camas nuevas y 10 nuevos ventiladores mecánicos, y una de sus salas de operaciones se había reconvertido en una UCI. A pesar de ello, admite Hercilla, “solo aceptamos casos moderados o severos. No tendríamos la capacidad para aceptar leves. Es imposible”.
La situación es todavía más precaria en el Hospital Nacional Daniel Alcides Carrión, que depende del Gobierno Regional del Callao. Jorge Linares, médico internista en dicho hospital, describe así una parte crucial de su trabajo: “La decisión de quién se queda [en el hospital] está en función a la placa radiográfica, la prueba PCR [molecular] y la insuficiencia respiratoria. Nosotros estamos sin tomógrafo desde hace dos años. Esa situación de que no hay tomografías es general”.
En términos generales es posible establecer una correlación entre los niveles de corrupción de la autoridad que tiene a su cargo un hospital dado y la calidad de equipamiento de dicho hospital. Si el gobierno regional del Callao, por ejemplo, hubiera sido menos corrupto, el hospital Carrión hubiera estado mejor equipado; y el tomógrafo que no tiene pudo haber detectado con precisión la enfermedad y salvado vidas.
IDL-R solicitó desde inicios de abril información al Minsa sobre la cantidad y el estado de los tomógrafos que hay, o no hay, en los hospitales del país. Hasta el cierre de este reportaje, no recibimos respuesta.
La escasez de reactivos para los análisis de laboratorio merece un párrafo aparte. Según el protocolo de atención del Minsa, una vez que se hospitaliza al paciente, se le deben realizar una serie de exámenes para determinar el grado de respuesta inflamatoria. Estos exámenes apuntan, como ya explicamos, a determinar los valores de ferritina, el dímero D, la proteína C reactiva, y otros indicadores que determinan si el paciente está muy grave o no. En hospitales como el Alcides Carrión, en el Callao, no pueden hacer los análisis porque los reactivos se agotaron.
“El hospital carece de muchas cosas”, se lamenta el doctor Linares, del Alcides Carrión. “[Para obtener] la ferritina [hay que esperar] mínimo de tres a seis meses. En cuanto a exámenes para determinar el estado del paciente, el hospital no tiene las herramientas adecuadas”.
Los tratamientos
Respecto al tratamiento con los fármacos definidos por el Minsa, hay diferencias de acción terapéutica en hospitales y clínicas basados en la respuesta de los pacientes a los medicamentos —cuya eficacia para combatir el virus aún no ha sido probada— en estadíos leves, moderados y críticos.
El 30 de marzo, 24 días después de que fuera reportado el primer caso de Covid-19 en el Perú, el Minsa emitió su primera guía para el tratamiento de pacientes con coronavirus en la que recomendó el uso de cloroquina, hidroxicloroquina y azitromicina.
Los médicos consultados por IDL-R indicaron que inicialmente utilizaron la combinación de hidroxicloroquina y azitromicina para casos moderados y severos —como estipulaba el Minsa—, pero que luego de observar la respuesta inicial de sus primeros pacientes al tratamiento, decidieron dar esa medicación solo a pacientes leves o moderados, bajo hospitalización. ¿La razón? Ambos medicamentos no eran eficaces cuando la “cascada inflamatoria” ya se había desatado.
De ahí que, para el internista Marco Carvajal, “la clave está en el manejo temprano de la hidroxicloroquina. Se tiene que dar al inicio. El gran problema es estar sometidos a los resultados de la prueba [del hisopado]. Debería determinarse que todo paciente con gripe es [un caso de] coronavirus hasta demostrar lo contrario”.
Un ejemplo de ello sería Martín, el escritor de 75 años, a quién le administraron oportunamente la hidroxicloroquina (200 mg cada 12 horas por 7 días) y la azitromicina (500 mg por cinco días) muy al inicio de la enfermedad, y logró recuperarse.
Para el neumólogo José Luis Cabrera “hay evidencia creciente de que los pacientes con ciertos parámetros, aparte de soporte y la hidroxicloroquina y azitromicina, necesitan un anticoagulante profiláctico para la tromboembolia pulmonar”, esas obstrucciones de sangre coagulada que se producen en los vasos sanguíneos del pulmón enfermo. Cabrera asegura que la experiencia preliminar con estos fármacos, es que funciona cuando se da al inicio de la enfermedad, “cuando el compromiso pulmonar recién está empezando”.

Sobre este punto, el neumólogo Alejandro Daly indicó que, por protocolo de la clínica Delgado, a todos los hospitalizados por Covid-19 se les prescribe por profilaxis un anticoagulante llamado enoxaparina; y los pacientes que han sido tratados con hidroxicloroquina y azitromicina fueron monitoreados por un cardiólogo y sometidos a electrocardiogramas regulares porque, según dice, esa medicación puede afectar el corazón.
En el Hospital Sabogal los pacientes en estadios leves también son tratados con hidroxicloroquina. “Estamos siguiendo el protocolo de 400 mg cada 12 horas, junto con corticoides, dependiendo del estado del paciente. Si son diabéticos o hipertensos no se les da corticoides”, dice Luis Hercilla, infectólogo del hospital Sabogal. “Estamos también haciendo terapias de ozono para pacientes leves y moderados. En algunos hemos tenido una respuesta interesante”.
En el Sabogal han actualizado el protocolo de acuerdo a la etapa de la enfermedad. “Ahora les estamos dando corticoides y tocilizumab [un medicamento biológico para tratar a pacientes con artritis reumatoide] a los [pacientes] moderados. Si empeoran, se aumenta la dosis, porque están en el momento previo de la ventilación. La idea es que el paciente aguante, se estabilice, y esperamos a bajar el cuadro [inflamatorio]. Hay algunos que están yendo bien, y otros entrando a ventilación”, dice Hercilla. Su hospital tiene cuatro pacientes que forman parte de Solidarity, un estudio clínico global que probará cuatro terapias farmacológicas contra el Covid-19.

Pero, ¿qué sucede con el tratamiento para pacientes que se quedan en casa? El infectólogo Manuel Espinoza, que atiende diariamente unos 20 pacientes con Covid-19, vía telefónica y de manera gratuita, en su mayoría son médicos, trabajadores del Minsa, enfermeras y técnicos. Indicó que en una etapa temprana de la enfermedad trata a sus pacientes con azitromicina, un antibiótico usado para tratar infecciones bacterianas, e ivermectina.
“La azitromicina se da 500 miligramos diario, y luego se baja a 250 miligramos, una vez al día. Si no hay azitromicina, se puede dar claritromicina”, dice Espinoza. “En la etapa inicial también damos ivermectina, en paralelo a la azitromicina. La ivermectina se da dos días seguidos. La dosis es de una gota por cada kilogramo de peso del paciente”.
Para el neumólogo Augusto Salazar, del hospital Dos de Mayo, tanto la ivermectina como la doxiciclina, un antibiótico usado para tratar la neumonía bacteriana, han dado resultados en estadios tempranos de la enfermedad. “La ivermectina ha funcionado”, dice el experto. “Los que han usado doxiciclina se han mejorado”
Aunque no solo se trata de medicación, dice Espinoza. “Damos una clase a cada familia de todo lo que tienen que hacer: hábitos de higiene, el manejo de la ropa, las manos, cómo desinfectar todo. Debe haber distanciamiento social dentro de la casa, con el uso de mascarilla así todos estén enfermos”. Para el infectólogo, esto último es fundamental. “Nos vamos disparando el virus, porque hay una carga de contagio. A más balas, más enfermedad y más muerte”. Por eso, aconseja, la casa debe estar bien ventilada y todos los miembros de la familia deben hidratarse, además de seguir estrictamente la medicación.
Y cuando el paciente se recupera, ¿hay daño permanente en sus pulmones o recupera plenamente su funcionalidad? “Lo que sabemos de otras enfermedades que causan este tipo de inflamación en el pulmón [como la influenza H1N1] es que, cuando son muy graves, suelen dejar fibrosis”, dice Alfredo Guerreros, director médico corporativo de la Red de la Clínica Internacional, sobre las secuelas del Covid-19. “Todavía no sabemos qué va a pasar con esos pulmones dentro de seis meses o un año. Creo que veremos mucha enfermedad pulmonar crónica”.
En cuidados intensivos
El hombre que lleva siete días conectado al respirador artificial, la máquina que lo mantiene vivo, tiene 48 años y es hipertenso. Es calvo, robusto, tiene el torso desnudo y está echado boca abajo — explica el médico— para que sus “alveolos sanos”, los que aún no han sido dañados por la inflamación, funcionen mejor y “aumenten su nivel de oxigenación”.
“Si eso sucede, quiere decir que poco a poco sus pulmones se están recuperando”, dice Willy Díaz, jefe de cuidados intensivos del Hospital Nacional Dos de Mayo, mientras observamos al paciente a través de la ventana. Es una tarde de inicios de abril. La sala UCI donde el hombre está sedado, con catéteres y dispositivos, está en el pabellón Santa Rosa, patrona de los tuberculosos. Antes de la pandemia, en este espacio de dos pisos y paredes rosadas funcionaba el servicio de neumología. Por la cantidad de enfermos que reciben, esta área solo atiende casos moderados y severos de Covid-19.

Según estudios de la OMS, hasta el 9 de mayo, un 15% de personas infectadas desarrolla una enfermedad grave —dificultad para respirar, falta de oxígeno— que necesitan hospitalización. Y un 5% requieren un manejo de cuidados intensivos por la gravedad de su estado: falla pulmonar, infección generalizada, problemas en órganos vitales, riesgo de muerte. Esos pacientes suelen llegar a la UCI con enfermedades crónicas previas y permanecen en esas salas entre 27 y 30 días, sin contacto con sus familiares. “Aquí están los que luchan por su vida”, dice el médico.
De acuerdo a la Sociedad de Medicina Intensiva, un país debe tener, por lo menos, 10 camas UCI por cada 100 mil habitantes. Pero el Perú apenas tiene 2 camas por cada 100 mil personas. Hasta el 9 de mayo, según cifras del Minsa, del total de hospitalizados por Covid-19, 12.03% estaba usando ventilación mecánica (unos 748 pacientes). Habían 947 camas UCI en todo el país, pero solo 199 de ellas estaban disponibles. El resto ya estaban ocupadas.
Por eso, adelantándose al previsible colapso de los hospitales, el 8 de abril, cuando IDL-R visitó su hospital, el doctor Willy Díaz nos contó que pensaban convertir las 54 camas del pabellón UCI para pacientes pediátricos, cardiovasculares y con otras enfermedades, para atender los casos graves por el virus. “Es nuestra arma más preciada”, dijo Díaz: un espacio construido con ayuda de la Cooperación de Corea del Sur, y cuyos mecanismos de bioseguridad se han deteriorado con los años, por deficiente mantenimiento. Dichas salas necesitaban ser preparadas con un sistema especial de ventilación, con filtros que atrapen todo agente infeccioso.
Pero un mes después de esa visita a la UCI del Dos de Mayo, de ese plan no se había hecho nada.

“No le toman importancia”, dijo el doctor Díaz a IDL-R, al cierre de este reportaje. “El expediente se ha presentado y hasta el momento no quieren hacer el gasto, no quieren pedir más dinero”. Díaz, harto de esa situación, nos dijo que había presentado su renuncia. El médico ahora está en cuarentena, en su casa. Y su renuncia todavía no ha sido aceptada.
Igual de indignado estaba su colega Jesús Valverde, presidente de la Sociedad Peruana de Medicina Intensiva, que trabaja desde hace 18 años en Dos de Mayo como intensivista. Él, que recibe informes todos los días sobre la cantidad de camas UCI disponibles que hay en cada centro de salud, nos dijo que le avergonzaba que su hospital tenga solo seis camas UCI —donde ya han atendido unos 70 casos— para una emergencia que hoy recibe más de 150 pacientes Covid-19 al día.

Hasta el 21 de mayo, asegura Valverde, este hospital había atendido a más de 7 mil casos reportados desde que inició la pandemia. Siete pabellones de medicina interna hoy están dedicados a la atención de 150 pacientes Covid-19, entre casos moderados y severos (debido al colapso, ya no reciben casos leves). De todos ellos, alrededor de 75 pacientes necesitan cuidados intensivos, pero solo están con balones de oxígeno. “En las áreas de hospitalización mueren asfixiados porque la evolución de la enfermedad hace que el oxígeno sea insuficiente”, dijo Valverde a IDL-R, “necesitan respiradores mecánicos y no hay”.
“He estado de guardia y he visto gente muriendo en Emergencia. No hay dónde atenderlos, teniendo el lugar y el recurso humano para hacerlo”. Valverde aseguró a IDL-R haber informado de esta situación al Comando Covid-19. “Pero la respuesta ha sido que eso lo tiene que resolver el hospital, porque ya tiene el presupuesto. La directora del hospital dice que esto va a demorar. Pero tenemos más de ocho semanas de esta pandemia. Tenemos ventiladores operativos, pero están parados por que no tienen el lugar adecuado para atender. No nos podemos dar el lujo de tener camas vacias. Es inhumano. Hay desidia y desinterés”.

Valverde denunció este hecho en una nota que publicó El Comercio el 13 de mayo: “Dos de Mayo tiene 40 camas UCI que no se usan”. Pero en lugar de hacerse cargo de la situación y darles los mecanismos de bioseguridad a las UCI que hacen falta, esa noche, una delegación del Minsa ingresó al hospital para llevarse 11 ventiladores mecánicos hacia otros dos hospitales, según informó luego el diario. Al día siguiente, 14 de mayo, indignados por esa situación, Valverde y otros colegas médicos que están en “la primera línea”, hicieron un plantón a las afueras del hospital. Finalmente Valverde renunció —junto a su colega Eduardo Ticona, infectólogo del Dos de Mayo— al comité de expertos que asesoran al Minsa.
“Al día se mueren de 10 a 15 pacientes en este hospital. Un día el mortuorio ha rebasado con 22 muertos. Hay un abandono de cadáveres, a veces se quedan hasta dos o tres días. No les importa que la gente humilde se esté muriendo en la Emergencia”, dijo Valverde a IDL-R y aseguró que en esa zona, en una tienda de campaña, hay 70 pacientes con balones de oxígeno, que no pueden ingresar. Ya no hay espacio en el hospital. “Hay gente que se muere porque los balones duran tres o cuatro horas, se acaban y a veces no hay balones para reemplazar. El hospital debe tener entre 50 y 70 balones, con una llave que regula la salida, que se llama manómetro, y a veces no se tiene esa llave”.

Según las estadísticas del Sinadef, entre marzo y abril, hubo un pico de 3,269 muertes en Lima y Callao causadas por la pandemia. Estas muertes concentran, en gran medida, los casos positivos, sospechosos y una fracción menor que cuenta a la gente que murió por otras enfermedades, por falta de atención y otras causas relacionadas a la crisis. Hoy, dentro de esos cálculos, también están las personas que acaban muriendo por la fatalidad de una decisión, algo que produce “un dilema ético”, dijo Valverde al diario Correo: elegir, según la normatividad internacional, qué paciente crítico tiene más posibilidades de recuperarse al entrar a cuidados intensivos.
“Tiene que haber una selección y eso está pasando en todos los hospitales”, dijo el médico Valverde a IDL-R, “si se desocupa una cama UCI porque un paciente fue dado de alta o porque falleció, debemos evaluar quién ingresa. Todos los días hay unas 40 solicitudes de ingreso a UCI. Las personas se mueren esperando”.