El abuelo llevaba 23 horas sin vida cuando llegamos con los hombres del crematorio a recogerlo. Para ir hasta su casa, en la parte alta del cerro San Pedro, distrito de El Agustino, había que subir una escalera angosta y empinada, doblar por un pasaje y detenerse frente a una fachada verde agua. El cadáver esperaba en un pequeño cuarto del segundo piso, sobre su colchón, cubierto con una sábana blanca.
No puedo decir su nombre, pero sí decir, por ejemplo, que tenía 85 años y que vivía con su esposa. Que tuvo hijos y un puesto de verduras en el mercado. Que aún se sentía fuerte, a pesar de los achaques de la edad y una tuberculosis contraída un año antes, que había dañado sus pulmones. Que a inicios de abril, cuando desarrolló los síntomas del virus —tos seca, fiebre alta, dificultad para respirar—, fue al Hospital Guillermo Almenara para hacerse la prueba del hisopado. Y que se recluyó en su cuarto cuando, tres días después, un médico lo llamó para informarle que había dado ‘positivo’.
Solo su hijo mayor y una de sus nietas lo visitaban para llevarle comida, medicinas, limpiar su cuarto o dejarle un vaso de agua sobre una silla, junto a su cama. Enfermeros del Ministerio de Salud (Minsa) —me contó luego la familia— fueron a verlo un par de veces durante esos días. Le dijeron que no necesitaba hospitalizarse. En casa, con ciertos cuidados, mejoraría. Pero el abuelo no mejoró. La fiebre alta y la neumonía consumieron su cuerpo durante una semana, hasta que la tarde del 22 de abril, luego de un ataque de asfixia, su corazón se detuvo.
Ha pasado casi un día desde entonces. Y ahora, vestido como en esas películas de desastres nucleares —traje blanco con capucha, máscara industrial, guantes quirúrgicos, botas de caucho—, Edgar Gonzales, jefe de operaciones del crematorio Piedrangel, sigue el protocolo. Rocía el cadáver con lejía disuelta en agua, que sale desde un tanque portátil, que carga como una mochila. Luego, con su colega envuelve al fallecido en la sábana, lo mete dentro de una bolsa impermeable con cierre hermético —como las que usan los forenses— y lo bajamos por la escalera que desciende hacia la calle, al pie del cerro.
Mientras cargamos el cuerpo del abuelo, nuestra ropa se empapa de sudor bajo los trajes de plástico. Los guantes protectores poco a poco se desgarran por el peso de la bolsa. Descansamos los brazos cada cierto tramo, y la familia —esposa, hijo, nieta—, con mascarillas de tela, camina a unos metros detrás, lento y en silencio, como en una pequeña procesión. Al vernos desde sus ventanas, algunos vecinos toman fotos con el celular, dicen el nombre del difunto, se despiden. Otros, preocupados, exigen fumigar la cuadra. Más allá, aseguran, también hubo un muerto por Covid-19.
Los familiares se abrazan al llegar al último escalón. Preguntan cuándo tendrán las cenizas. Firman un papel. Entonces metemos el cuerpo en un ataúd, que luego subimos a la carroza fúnebre, y ellos se quedan ahí, en medio de la calle, viendo cómo nos lo llevamos.
“Esta familia, al menos, pudo despedirse y ver que lo están sacando de su casa y que se va en una carroza digna”, dice Edgar Gonzales, que se quita los guantes rotos y se desinfecta varias veces las manos con alcohol. “Pero la mayoría no tiene eso. Ingresan a los hospitales y luego de varios días se enteran de que ya lo cremaron. Es chocante”.
A pesar de tener más de dos décadas en el trabajo de incinerar cadáveres, Edgar —47 años, trigueño, de baja estatura y ojos atentos— dice que no termina de acostumbrarse a lo que absorbe sus días y noches desde que empezó la emergencia: dirigir a 21 hombres que recorren casas y calles, morgues de hospitales y clínicas, para recoger fallecidos (casos confirmados y sospechosos) por Covid-19 y llevarlos a incinerar. Todo, de acuerdo a una directiva sanitaria para el manejo de cadáveres publicada un 22 de marzo: tres días después del caso del primer peruano que murió en su casa, víctima del virus.
Edgar Gonzales recogió personalmente ese cuerpo. Era un señor de 69 años que se desplomó en su departamento de Miraflores, mientras esperaba el diagnóstico de la prueba que se había hecho días antes en el Hospital Edgardo Rebagliati, uno de los complejos médicos más grandes del país. Edgar cuenta que, debido a la ignorancia sobre el virus, ni los policías ni el personal de salud que lo acompañaban se atrevían a abrir la puerta para sacar el cuerpo. Los hombres del crematorio tuvieron que derribarla.
“Pensé en todas las cosas que podía pasarme, a mi familia, a las familias de los muchachos que entraron conmigo”, recuerda. El cadáver estaba tirado en el piso, al lado de una silla, frente a una computadora. “No sabía si al tocar el cuerpo o si en el mismo aire podía contagiarme de ese virus desconocido”.
Ese servicio cambió todo en su trabajo. Hoy, de los nueve crematorios que hay en Lima y Callao, el de Piedrangel (que tiene contratos con Essalud y hospitales del Minsa, que incluyen recojo, cremación y entrega de cenizas) es el que más cuerpos recibe: solo hasta el 27 de abril contaría, entre casos confirmados y sospechosos, 1,590 fallecidos. La mayoría, recogidos de 850 centros de salud.
Si antes de la pandemia incineraba entre 15 y 18 cuerpos al día, hoy sus tres hornos —ubicados dentro del cementerio Santa Rosa, en Chorrillos, propiedad de la Policía Nacional— creman entre 45 y 50: tres veces más. La demanda es tan alta, que a pesar de haber creado tres turnos de trabajo y hacer hasta 25 viajes de recojo en cuatro furgonetas y dos carrozas funerarias, hay días en que avisa a los hospitales que ya no puede recoger más. Solo si una persona muere en su casa, hace una excepción.
“Esos casos, obviamente, no pueden esperar”, dice Edgar, que atiende el celular cada dos minutos. Son, sobre todo, llamadas o mensajes de WhatsApp de médicos que le avisan la cantidad de cuerpos que se acumulan en sus hospitales. Otras, son de familiares que preguntan por su fallecido, que ruegan verlo para poder despedirse, que cuentan que el hospital les acababa de avisar que su familiar ya no está más, y que solo queda de él o ella puñados de ceniza, que el crematorio les entregará en una urna de mármol.
“Cuando fallece la persona, sus familiares no saben qué hacer”, cuenta Edgar, “entonces el hospital les da mi número. Algunos les dan mal la información y me tiran la pelota. Como si yo hubiera tomado la decisión de enviarlo a cremar”.
Semanas atrás, en el Callao, una veintena de vecinos se les vino encima cuando intentaron sacar el cadáver de una casa. Les tiraron piedras. Golpearon la carroza. Edgar y su equipo tuvieron que huir.
“A veces quieren ver el cuerpo, quieren que les abras la bolsa, y a veces quieren pegarte porque no los dejas. Es entendible”.
Mientras avanzamos en la carroza plateada con el cuerpo del abuelo, Edgar prende la radio. En el día 39 del estado de emergencia, el presidente Martín Vizcarra anunciaba la extensión de la cuarentena nacional por dos semanas más: los peruanos debíamos seguir confinados en nuestras casas hasta el Día de la Madre. Luego dio su acostumbrado reporte: 20,914 casos confirmados, 7,422 pacientes recuperados, 572 fallecidos…
Los cálculos oficiales de la pandemia.
“Raro”, comenta Edgar, antes de seguir contestando llamadas y más llamadas. “Al vuelo te puedo decir que en mis hornos hemos pasado los mil”.
Ese comentario no era banal en absoluto. IDL-Reporteros demostraría unos días después que, frente a los 330 fallecidos por coronavirus reportados en Lima y Callao por el Minsa hasta el 24 de abril, los reportes de dos funerarias, Piedrangel y Campo Fe, sumaban 1,073 cuerpos que llegaron a sus hornos como víctimas (o probables víctimas) de Covid-19: más del triple de la cifra del Gobierno.
Una enorme grieta se abría entre los reportes oficiales y la realidad. Aunque para revelarla, fue necesario conocer primero el interior de algunos hospitales y revisar el ‘libro de los muertos’: el registro de control de fallecidos. Y eso hicimos.
“Yo lo veo todos los días”, me dice Edgar, al comentar la creciente cantidad de muertos por el virus. Solo ese día, tras visitar tres hospitales y una casa, recogeríamos 36 cuerpos.
“Nos estamos preparando para lo peor”.
Los hospitales
Dentro de la furgoneta del crematorio hay 13 cadáveres en bolsas herméticas negras, apiladas una encima de la otra. Son los muertos por Covid-19 que acabamos de sacar del mortuorio del Hospital Nacional Hipólito Unanue: una vieja capilla con techo de madera y piso de mayólica, sobre el que hay camas metálicas con fallecidos que llevan horas y hasta tres días depositados.
Es mediodía y el sol quema demasiado entre los cerros de El Agustino. El Hipólito Unanue es uno de los primeros hospitales del país especializados en atender pacientes de tuberculosis, pero también tiene un sindicato que ha presentado varias denuncias en los medios durante esta pandemia. Enfermeras furiosas porque ya no tienen equipos mascarillas especiales ni ropa de bioseguridad. Reclamos de médicos porque les deben el sueldo y tienen miedo al contagio. Este mortuorio refleja esa precariedad. Al fondo, hay una ruma de cajas y un microondas malogrado y, sobre un escritorio, un crucifijo de madera. No hay ventilación ni aire acondicionado. Sus viejos frigoríficos funcionan mal. Por eso, a pesar de que los cadáveres están envueltos en tres o cuatro bolsas negras, debajo de algunas camillas se pueden ver charcos sanguinolentos que despiden un olor agrio, dulzón y pestilente. El calor al que se someten los cuerpos hacen que algunos se hinchen hasta reventar dentro de sus empaques.
Álex Aza —cuarentón robusto, de nariz grande y cabeza rapada, líder de esta tropa juntacadáveres de Piedrangel— cuenta que eso pasa siempre en el Unanue, donde recogen la mayor cantidad de fallecidos por coronavirus. Basta revisar las páginas de su ‘libro de los muertos’ para comprobarlo: hasta el 20 de abril, el crematorio había incinerado 70 cadáveres de este hospital. La mayoría, fallecidos en las áreas de Emergencias o en los pabellones D2 y D1, destinados a casos confirmados y sospechosos. Sin embargo, el registro oficial del Minsa, hasta el 24 de abril, solo contaba 12 muertos allí.
No sería el único caso de subregistro y de deficiente manejo de cadáveres que pudimos corroborar. Al día siguiente de visitar el Unanue, llegamos con la furgoneta del crematorio a recoger los muertos del Hospital Nacional Arzobispo Loayza, uno de los más antiguos del país. Bajo el calor de la mañana, a poquísimos metros de los toldos de atención primaria para pacientes Covid-19, se había instalado una carpa blanca con un letrero rojo que decía en letras amarillas:
ZONA NEGRA COVID-19
Dentro había siete cuerpos en bolsas negras, regados sobre el piso de tierra húmeda. Llevaban entre dos y tres días fallecidos. Ni las mascarillas con filtros industriales evitaban que el hedor penetrara la nariz. Si bien, en el contexto de la pandemia, la directiva de manejo de cadáveres señala que no deben pasar más de dos o tres horas para que un fallecido sea recogido y llevado al crematorio, esto difícilmente se cumple en la realidad. Son frecuentes los retrasos en el papeleo del hospital.
“Por lo general”, me había explicado Álex Aza, “pasan doce horas o un día o tal vez más para recoger un cuerpo. Siempre se demoran”.
Al tiempo que su colega, un señor de barriga prominente, esparcía agua con lejía sobre las bolsas negras, Álex revisaba al detalle los documentos que exige el protocolo —certificado de defunción y las copias del DNI del fallecido y de un familiar directo— y conversaba con un enfermero bajito, encargado del mortuorio, que no se atrevía a entrar a la carpa. “Ahí nomás, hermano”, le dijo, y quedaron en que recogerían solo algunos cadáveres, ya que los demás no tenían el papeleo completo.
Eran cuatro:
Mujer, 67 años. 20 de abril, 15:18 h. Infección por coronavirus.
Mujer, 75 años. 22 de abril, 18:00 h. Neumonía por Covid-19.
Hombre, 67 años. 22 de abril, 16:15 h. Infección por coronavirus.
Hombre, 35 años. 22 de abril, 19:20 h. Neumonía por Covid-19.
Álex tardó un rato en identificar al último de ellos, pues el personal del mortuorio había pegado sobre las bolsas papeles con los nombres de los fallecidos, pero algunos se habían borrado por la lejía que les habían echado encima. Tuvimos que buscar un rato la bolsa con el cadáver dentro de la carpa, y luego dentro del enorme contenedor frigorífico instalado cerca al mortuorio, donde también había varios muertos por Covid-19. Cuando lo encontró, Álex escribió los nombres sobre las bolsas con la tinta blanca de un Liquid Paper, como hace seguido, para no confundirse de muerto.
El Arzobispo Loayza, solo entre el 14 y 20 de abril (sin contar el 16), consignó 21 muertos clasificados como ‘cadáver Covid-19’, según el registro del mortuorio y los certificados de defunción. En 20 de esos casos se especificaba que habían muerto por coronavirus o por alguna enfermedad relacionada, en el espacio de ‘diagnóstico’ de la ficha. Sin embargo, hasta el 24 de abril, el día en que visité el Loayza, el Minsa solo contaba 10 muertos en ese hospital desde que se había iniciado la emergencia sanitaria.
Así fue como ambos hospitales nos darían los primeros indicios de que había algo que no cuadraba en las cifras oficiales. Si la mayoría de muertos por Covid-19 (entre casos sospechosos y confirmados) en solo estos dos lugares no eran contados en el registro que cada día actualizaba el Gobierno, a pesar de haber sido cremados como víctimas del virus, ¿cuál era entonces la cifra real de fallecidos por la pandemia? ¿Cuántos eran los muertos que no estábamos contando?
Esas preguntas, tras unos días de la publicación de IDL-Reporteros, hallarían algunas respuestas. Se hablaría mucho de las cifras. De si el Gobierno contaba o no los casos sospechosos. De si el subregistro de muertos era algo común en otros países. De si era posible o no saber la cantidad exacta de víctimas mortales. Pero Álex Aza, que durante el estado de emergencia ha levantado cadáveres en todos los hospitales de Lima, no comentaría nada de eso aquella mañana de recojo en el Loayza.
Él no conoce mucho de epidemiología ni de estadísticas sanitarias, aunque sí sabe decir cuál ha sido el número máximo de fallecidos que ha llevado en su furgoneta durante esta pandemia: 65 bolsas negras en un solo día. Para él, una vez dentro de ese empaque impermeable, no hay tiempo para discutir si ese fallecido fue diagnosticado o no con Covid-19. Debe protegerse. Así que se ciñe estrictamente al protocolo y trata el cadáver como un caso positivo. Punto. Por eso siempre se pone doble guante, jamás se quita el respirador industrial y se encomienda a Dios, como ahora, que se persigna antes de cargar el último cuerpo de la carpa del Loayza, para llevarlo al crematorio.
Álex se planta bien sobre sus botas de caucho, tantea el peso, y nota que una manija de la camilla está floja. Teme que se rompa a la hora de cargarla y todo el peso le caiga encima. Se vuelve a persignar.
“¡Aaasu!”, resopla, y hace fuerza para que el cadáver no se resbale de la camilla. “¡Cómo pesa este compadre!”.
Al salir del hospital, mientras se saca y destruye el traje de protección que acaba de usar, Álex cuenta que, a pesar de sus 20 años en el trabajo funerario, todavía le perturba ver tantos muertos dentro de su furgoneta. Ni siquiera se sintió así cuando tuvo que recoger, durante algunos días, a unas 120 personas que murieron quemadas en el incendio de Mesa Redonda, días después de la Navidad del 2001, cerca de este hospital.
“Nunca”, admite Álex, “vi tanta gente muerta en un solo día como ahora”.
Tal vez por eso no puede dormir bien, dice. Se angustia cuando algunas mañanas se levanta con ardor en la garganta o dolor en el pecho. Entonces piensa en su mujer, en sus hijos, en que quizá se contagió por tocar, sin querer, a un cadáver. “Pero todo es psicológico”, dice y se señala la sien con el índice. Acostumbrarse a la paranoia, al hedor de los cuerpos, es parte del trabajo, aunque él puede nombrar dos requisitos básicos, si le preguntan:
“Fuerza en los brazos y no tenerle miedo a los muertos”.
Los hornos
Una hora y media.
Eso es lo que dura, en promedio, convertir el cadáver de un ser humano en ceniza. Sometido a una temperatura de mil grados centígrados, todo resto de carne, sangre y hueso queda incinerado. Y todo virus que habite ese cuerpo, por más letal que este sea.
Flanqueado por nichos con flores y una capilla circular de paredes grises y enormes ventanas, el crematorio Piedrangel, se ubica en el corazón del Parque Ecológico Camposanto Santa Rosa, propiedad de la Policía Nacional, en Chorrillos. Desde la entrada, donde una estatua de Cristo sostiene en su regazo a un policía caído, como una rara versión de La Piedad, el crematorio se puede distinguir a lo lejos: durante el último mes, su chimenea piramidal humea de día y de noche.
Hemos llegado con la carroza fúnebre a la entrada del crematorio con un muerto: el abuelo que recogimos temprano en la parte alta del cerro San Pedro. Ni bien estacionamos, un par de trabajadores aparecen —llevan guantes y máscaras industriales; sus rostros y enterizos blancos están manchados de negro—, cargan el ataúd y lo ingresan por una puerta metálica. Aunque es probable que, debido a la cantidad de muertos que recogen en estas semanas, el cuerpo deba esperar en uno de los dos contenedores frigoríficos, a la entrada del crematorio. En ellos, unos 200 cadáveres esperan su turno para entrar al fuego.
“Ya estamos al límite. Nunca hemos visto algo así”, admite Miguel Gonzales, jefe de los hornos y hermano de Edgar, quien nos muestra las instalaciones y un armatoste metálico de unos cinco metros de altura, donde 15 trabajadores trabajan turnos de 12 horas ingresando cadáveres para cumplir con el servicio.
Pero ni así: “Tenemos las dos cámaras llenas”, nos confirmaría después Henry Gonzales, el gerente general, quien calculó que, solo entre el 20 y 24 de abril, habían recogido alrededor de 300 muertos. “Les hemos dicho a las autoridades sanitarias que no podremos recibir más cadáveres por unos días. Los mortuorios de los hospitales deben estar rebalsados de cadáveres. La semana que viene y las dos posteriores serán las más críticas”.
Según el protocolo sanitario para casos Covid-19, los cuerpos deben ingresar al horno en un ataúd. “Lo que pasa”, me había explicado Edgar, jefe de operaciones, “es que, en el Perú, los hornos no están preparados para este tipo de cremaciones, porque los ataúdes aquí son de madera con resinas”. Deberían ser biodegradables, de cartón prensado, que normalmente ellos importan de China. “Pero importar eso ahora es imposible. Todo está paralizado”. Por eso hoy en día creman los cuerpos con doble bolsa hermética. De esta manera, no liberan ningún gas tóxico por sus chimeneas. Aunque haya vecinos que no estén convencidos de eso.
El día anterior a mi visita al crematorio, el 22 de abril —ese día habían recogido 100 cadáveres—, el coronel Anthony Cortijo, gerente general del Fondo de Apoyo Funerario de la Policía (Fonafun), les había enviado una carta a los hermanos Gonzales. En ella decía que había recibido disposiciones del Comando General para que, desde ese momento, el crematorio “sea utilizado solamente para brindar la atención del personal afiliado y beneficiarios con derecho al Fonafun PNP”. El oficio respondía a una denuncia de una vecina del distrito de San Juan de Miraflores que, en nombre de 900 familias, aseguraba que el humo de la cremación de fallecidos por Covid-19 afectaba la salud de las personas que vivían cerca.
Para verificar la supuesta contaminación, dos funcionarios de la Dirección de Redes Integradas de Salud de Lima Sur, fueron al crematorio para hacer una inspección sanitaria. Las conclusiones del informe desvirtuaron la denuncia ya que “no se observa la opacidad en los humos y no se percibe olores desagradables”.
Una opinión más clara tuvo el biólogo Elmer Quichiz, director ejecutivo de la Dirección de Control y Vigilancia en la Digesa, encargado de diseñar la última directiva sanitaria para el manejo de cadáveres por Covid-19. Ante la pregunta sobre la posibilidad de que el humo de un crematorio propague algún tipo de enfermedad, el biólogo Quichiz fue breve: “A mil grados, la persona desaparece y todo lo que haya dentro de ella: bacteria, virus, hongo, parásito, todo se elimina ahí. Ningún agente infeccioso se transmite por el humo”.
Solo un problema había en su crematorio, reconoció Miguel Gonzales, jefe de los hornos, la tarde en que lo visité. Desde que empezó la pandemia, a sus empleados ahora les toma más tiempo manipular los cadáveres.
“Antes, con los guantes se agarraba un cuerpo fácilmente y se trasladaba nomás”, me dijo, “pero ahora los muchachos tienen miedo”. Algunos le han dicho que ya no quieren ir a trabajar. “Pero gracias a Dios hace una semana hicieron pruebas a todos y nadie salió positivo”. Al menos no por ahora.
Las cenizas
Los hermanos Gonzales, dueños del crematorio Piedrangel, están habituados desde chicos a los rituales de la muerte. Su padre era un chiclayano llamado Lázaro, que tallaba lápidas de mármol para el cementerio El Ángel, en El Agustino. Los hermanos, de hecho, tenían su casa-taller a la espalda de ese cementerio, y aprendieron muy pronto el oficio de su padre, cuyo cuerpo fue incinerado al morir de cáncer.
Por eso, dice Edgar, puede entender el estado de confusión de los deudos. Lo que nunca le había pasado es que algunas personas, al enterarse de un día para otro que sus familiares han sido cremados, lo llamen para gritarle, para insultarlo, para acusarlo de aprovecharse del dolor de la gente, de hacer dinero con los cadáveres. Hace unos días, por ejemplo, una mujer fue hasta el crematorio para reclamar por qué se había llevado el cuerpo de su esposo, si no le habían hecho la prueba del hisopado, si había muerto de otra enfermedad, que lo iba a denunciar. Edgar tuvo que explicarle con paciencia el procedimiento.
“Piensa en esto: un día dejas a tu familiar en el hospital, es aislado, va a UCI, pasan días y te enteras de que murió. No te permiten ver su cuerpo. Y días después, viene un extraño que te entrega unas cenizas en una cajita. Es muy triste”.
Aunque ahora, dice, con la cantidad de muertos que aumentan cada día, las cosas en el sector funerario han cambiado bastante. Con la modificación de la directiva sanitaria de manejo de cadáveres, hoy las familias pueden decidir entre la cremación y el entierro, pero sin velorios y bajo estrictas medidas de bioseguridad. Piedrangel ha comprado medio ciento de ataúdes. Hasta hoy ya realizaron 10 entierros particulares.
A veces, cuenta Edgar, ha ido a hospitales donde dicen que hay diez fallecidos por Covid-19, pero cuando llega, solo hay dos para cremar. Los otros ocho se los llevó alguna funeraria para enterrarlos. “Llegan como gallinazos. Eso no se está mapeando, pero yo sé que en otros lados se entierran bastantes”. En ocasiones, dice, cuando los familiares se enteran del costo, cambian de opinión. Una señora se llevó el cuerpo de su marido y al ver los gastos del sepelio, llamó de nuevo a Piedrangel para iniciar la cremación.
Esta mañana de sábado, el jefe de operaciones coordina los viajes que hoy se van a realizar desde la marmolería que tienen a espaldas del cementerio El Ángel: su casa de infancia, hoy de cinco pisos, que es su base de operaciones para el recojo de cadáveres Covid-19. Sobre el suelo de la recepción, hay 150 urnas de mármol con vetas grises y blancas, sobre las que hay papelitos pegados con los nombres de los fallecidos, que repartirán a lo largo del día.
En el crematorio Piedrangel, cuando un cuerpo es incinerado, se retira la bandeja con las cenizas, se coloca una etiqueta con el nombre del muerto y se deja enfriar durante 25 minutos. Luego se llevan a una trituradora industrial, hasta dejar una especie de arenilla fina que luego se coloca dentro de la urna.
Hasta hace un par de semanas, una cola de hasta 50 personas esperaba fuera del Cementerio Santa Rosa, para recoger las cenizas de su familiar. Pero, para evitar que hubiera más contagios por la aglomeración, los hermanos Gonzales decidieron llevar las urnas a los domicilios, en taxis contratados, luego de cuatro días de haber incinerado al fallecido. Aunque hoy, con la cantidad de cremaciones que hacen por día, sea muy difícil cumplir con esos tiempos.
“Al principio, cuando hubo el primer muerto por Covid-19, nos dijeron que esa ceniza había que botarla”, recuerda Edgar. Pensaron contratar a una empresa experta en gestión de residuos sólidos de hospitales, para que reciba las cenizas del crematorio y se las llevara. Pero tres días después, se publicó otra disposición que indicaba que sí se podía entregar las cenizas dentro de las siguientes 24 horas de haber sido cremado el cuerpo. Aunque hay gente que no podía recoger los restos en ese tiempo. “No es porque no quieran”, dice, “sino porque hay familias con el virus, que están aisladas y no pueden salir”.
Hoy tienen unas 500 bolsas Ziploc con las cenizas de cada fallecido, guardadas en el almacén de la marmolería. “Vamos a conservarlas hasta poder entregarlas. Yo sé bien que significa”, dice Henry Gonzales, el gerente, quien conserva en su casa las cenizas de Lázaro, su padre, en una urna de mármol.
En la semana que lo conocí, habían salido denuncias en televisión de dos familias que se quejaban del crematorio. Habían recibido dos urnas con el mismo nombre y dudaban sobre cuál de ellas guardaba las cenizas de su muerto. “Lo que pasa es que hay algunos cuerpos, como una persona alta y corpulenta, que genera más ceniza, y cómo las urnas son pequeñas, a veces tenemos que repartir la ceniza en dos”, explicó el gerente, “el error fue que, cuando han venido a recogerlas al crematorio, debimos haber entregado las dos urnas juntas y no enviar la segunda después”.
Esa es su versión. Aunque, en medio de la confusión de estos días, es probable que la duda se quede instalada en aquellas familias.
“Esta situación nos ha agarrado con los pantalones abajo a todo el sistema”, admitió Henry, quien reconoce que la entrega de urnas está demorando hasta 15 días, por la cantidad de cuerpos que todavía esperan ser incinerados. “Nadie estaba preparado para esta pandemia. Nos incluimos”.
La tarde en que nos vimos en la marmolería, el día 45 del estado de emergencia nacional, acompañé a Henry en el reparto diario de las cenizas. En una camioneta negra, recorrimos cuatro o cinco distritos de Lima. Para él, resultaba difícil esta parte porque, a diferencia de cargar un cadáver y llevarlo al crematorio, en estas entregas “tratas con los sentimientos que expresan los deudos”, que aguardan durante días esa visita.
Sus historias son diferentes. Pero son ellas, la mayoría de veces, quienes reciben las cenizas.
Es la hija que una tarde, en un parque de Vitarte, le tiemblan las manos al recibir las cenizas de su madre, y un familiar firma los documentos y luego la abraza sin decirle nada.
Es la esposa que, en una esquina de Villa El Salvador, se abraza a la urna y dice: “Solo él sabrá si son sus cenizas” y luego gira su rostro para que no la vean.
Es la abuela que, en un jirón de Barrios Altos, escucha Como no creer en Dios a todo volumen, y acaricia el mármol con los restos de su marido junto a una vecina que la consuela.
Entonces Henry Gonzales intenta ceñirse al protocolo —en nombre del crematorio, le damos nuestro más sentido pésame—, pero esta vez no puede seguir. Se le quiebra la voz, mira al suelo y dice lo siento mucho, señora, y sube a la camioneta y el motor arranca.
“No estoy hecho para esto”, me diría luego, camino a su casa, luego de entregar la última urna del día. “Hay veces en que quiero decirle a mis hermanos: cerremos todo y larguémonos… pero así es nuestro trabajo. Desde que abrimos con mi familia este negocio, desde que papá hacía lápidas —y fíjate qué paradójico— ya sabíamos que íbamos a vivir de la muerte”.
Esa noche, la última vez que nos vimos, Henry me contó que una de las cosas que más le había afectado de esta pandemia —además de pensar en la posibilidad de que su madre, que vive con él, se contagie—, fue una llamada que había recibido el día anterior. Era una joven preguntando por su tío fallecido, víctima del virus. Le preguntó si era posible ver el cuerpo, pues había muerto días antes en el Hipólito Unanue y la familia quería despedirse. Henry le explicó que era imposible abrir la bolsa. Que, según el protocolo, así debía ser incinerado.
“Entonces hágame un favor”, recuerda que le pidió la joven, “Trátelo bonito a mi tío y antes de meterlo al horno, dígale así: que aquí, en la casa, todos lo queremos”.