Artículo de Gustavo Gorriti en su columna Las Palabras de Caretas 2131 del 27 de mayo.
¿Por qué hubo matanzas de gente indefensa perpetradas por las fuerzas de seguridad durante la guerra interna? Sendero, que había iniciado y agravado la violencia, mataba casi cada día a víctimas inermes. Pero si Sendero asesinaba, ¿las fuerzas de seguridad no debían proteger?
Me pregunté eso muchas veces durante la década de los ochenta, pero sobre todo en los primeros meses de 1983, cuando la acción contrainsurgente de la Fuerza Armada era relativamente nueva. Las primeras medidas del general Clemente Noel, a cargo de las operaciones militares y, en los hechos, del mando político en la zona, parecieron al comienzo racionales y congruentes, cuando declaraba que su objetivo era recobrar el imperio de la Constitución en las zonas remecidas por la violencia.
Dada la gravedad de la situación entonces, en la que para todo propósito práctico la Policía había sido derrotada, se sabía que iba a haber enfrentamientos duros y mortales. Pero, ¿no se suponía que el combate entre grupos armados debe regirse por las leyes de guerra, que respetan la rendición y protegen a la población desarmada?
El general EP Clemente Noel, a quien entrevisté varias veces, era una persona más bien afable, que parecía tener una disposición gregaria y concertadora. Había sido alumno en el CAEM del mentor intelectual de Abimael Guzmán, el filósofo arequipeño Miguel Ángel Rodríguez Rivas, y le profesaba parecido respeto al que años atrás había expresado Guzmán.
Pero poco tiempo después de la tragedia de Uchuraccay, Ayacucho se precipitó en el despeñadero que en los meses y años siguientes lo habría de convertir en una de las capitales del mundo en desapariciones y asesinatos. Los cadáveres amanecían en las quebradas de Infiernillo y Puracuti, y las madres y esposas atardecían en colas largas en la oficina de la Fiscalía de la Nación, donde la entonces joven fiscal Flora Bolívar podía hacer poco más que llenar un registro fiel de quienes –la experiencia prontamente lo enseñó– difícilmente retornarían a su hogar.
El primer gran cambio sucedió con el lenguaje. El pretendido desconocimiento burocrático, la hipocresía y el eufemismo ocultaron las sustantivas, soterradas pero fulminantes realidades de una violencia en la que al totalitarismo fanático y asesino de Sendero se le oponía un blando discurso de fachada, de supuesta defensa de la Constitución, y una cruel realidad de guerra de aniquilamiento.
¿Por qué? ¿No era aquello, además de ilegal, contraproducente y estúpido? Lo pregunté, como queda dicho, muchas veces, pero la respuesta más sincera me fue dada ese año por un general que tenía entonces uno de los puestos más altos en el Ejército. Yo lo conocía desde varios años atrás, cuando fui agricultor en el departamento de Arequipa. El general, que ya ha fallecido, era, aunque de temperamento vivo y hasta violento, un hombre correcto y honesto.
AUNQUE en rigor no lo éramos, me trataba de “paisano”, y ese día, en su oficina del Pentagonito, cuando le pregunté sobre el tema, se puso serio, pidió a su secretaria que no lo interrumpieran y me dijo, palabras más, palabras menos, lo siguiente:
– Paisano, esto no se puede decir, pero tienes que entenderlo: no hay otra. A un subversivo cristalizado no lo puedes cambiar. Nos duele, somos padres, somos gente correcta, pero no hay otra. Ese no va a cambiar. Si no lo eliminas, saldrá a la calle y matará a otros, a gente inocente, no como él, y envenenará a otros que cuando se cristalicen ya no van a tener remedio tampoco. ¿Tú crees que nos gusta? ¿Crees que no nos duele? Pero no hay otra. Un subversivo cristalizado ya no tiene remedio.
Finalizó diciéndome que en situaciones como la que vivíamos, no saber actuar a tiempo era más cruel que hacerlo.
Ese general, que al morir no tenía otro ingreso que su fraccionada pensión, demostró algo probado hasta el desaliento por la Historia. La poderosa distorsión de las ideologías convierte muchas veces a gente correcta en implacables victimarios.
Entonces recién declinaba en Latinoamérica un ciclo de brutales dictaduras contrainsurgentes que sofocaron todas las insurrecciones guerrilleras de la época, desde México hasta Argentina, salvo dos excepciones, Nicaragua y El Salvador (Colombia fue y es un caso diferente). La ideología contrainsurgente que imperó entre las fuerzas armadas latinoamericanas fue la de la guerre révolutionnaire francesa, profundamente antidemocrática y de raíces ultramontanas. Para sus profesos se trataba de una guerra virtualmente metafísica entre el “occidente cristiano” y el “comunismo ateo”. Al defender la tortura, uno de sus más célebres sistematizadores, el coronel Roger Trinquier, escribió, citando a Clausewitz, que “no hay errores más peligrosos que aquellos inspirados en la benevolencia”.
En esos años, anteriores a los desentierros de fosas y las comisiones de la verdad, esa contrainsurgencia brutal y asesina tenía el prestigio de la victoria y el respaldo del poder, actual o reciente. Estableció redes operativas y de inteligencia en toda América Latina, e influenció a las Fuerzas Armadas peruanas, sobre todo a partir del gobierno de Morales Bermúdez. Interrogatorio a través del tormento, desaparición de cuerpos y de huellas, doble historia: esa fue la doctrina subyacente que se aplicó durante buena parte de la guerra interna.
Fue un proceso de sorda y corrosiva esquizofrenia, entre la democracia nacida en 1980; y el imperio de una contrainsurgencia ilegal, que en dos años produjo más muertes en los Andes y la Selva que, por ejemplo, todas las víctimas que causó Pinochet durante su larga dictadura.
Pero, como sucedió en varios otros momentos de nuestra historia militar, la logística y el comando y control de la Fuerza Armada fueron más bien débiles en la relación entre las grandes y las pequeñas unidades. Por eso, la capacidad de iniciativa que tenía cada joven teniente o capitán que se hacía cargo de un distrito, era muy grande. Con muy pocos medios, tenía que alimentar, cuidar y mantener la disciplina de su tropa. A la vez, debía operar y, finalmente, proteger a la población local. Para los jóvenes, inicialmente inexpertos oficiales, al mando de muchachos casi adolescentes, generalmente foráneos (casi siempre llegaban de otras provincias), el desafío era inmenso y las instrucciones mínimas o inútiles.
POR eso, hay veteranos que sostienen que esa fue una guerra de tenientes y de capitanes. En esa situación de responsabilidad e inexperiencia, las diferencias individuales afloraron y fueron decisivas. Muchos jóvenes oficiales se identificaron profundamente con la población que les tocaba defender y se convirtieron en líderes comunales en tiempos de guerra.
En otros, sin embargo, el poder, la distancia cultural, la sospecha, el miedo y, a veces, la corrupción, los convirtieron en tiranos letales e impredecibles. A veces un tipo de oficiales sucedió al otro de un año al siguiente. Para los comarcanos, sobrevivir no solo suponía enfrentar a Sendero.
Claudio Montoya fue un joven teniente de ingeniería en el Ejército durante los años duros de la guerra. Ingeniero o no, le tocó actuar como infante una y otra vez, en increíbles marchas y misiones entre descabelladas, cómicas, heroicas y muchas veces trágicas. Años después, retirado y emigrante, escribió una novela en primera persona sobre sus días de campaña. El libro se llama “El pecado de Deng Xiaoping” y su lectura enseña más que la mayoría de análisis. Lo que a veces le falta en oficio narrativo se compensa con creces en la autenticidad del relato.
Desgraciadamente, Montoya hizo una edición particular, muy pequeña, para amigos, compañeros y familiares. Gracias a uno de ellos pude leer el libro. Ojalá decida ofrecerla a una editorial que la pueda hacer llegar al público. Y ojalá otros de aquellos que alguna vez fueron jóvenes oficiales (o sargentos y cabos aún más jóvenes) escriban sus mejores y sus peores recuerdos de esos tiempos, con sinceridad, autenticidad y ojos de ver. Eso ayudará mucho a desenterrar la atormentada verdad del pasado, y al comprenderla y reconocerla, conquistar la memoria y la paz.