En julio de 2003 viajé a Cuba en una misión en ese momento clandestina, encomendada por el Comité para la Protección de Periodistas. El objetivo fue restablecer el contacto perdido con las familias de los periodistas encarcelados en las redadas de marzo y abril de ese año, en las que 75 personas, 28 de ellas periodistas, fueron detenidas, sometidas a una farsa de juicio y sentenciadas a prisión con un rigor burocráticamente calculado para destruir la salud de los presos y atormentar la vida de sus familiares.
Fueron unos pocos días inmensamente reveladores. Hay mucho que admirar en Cuba, pero nada se comparó, para mí, con la estoica valentía, el coraje sin flaqueza, apenas regado a veces por una lágrima rápida, de los familiares de los presos. Laura Pollán, por ejemplo, era una mujer de gran mérito, en edad de jubilación, que llegaba a su muy austero departamento en un edificio ruinoso, con la fatiga sedimentada de quien ha sido despedida de sus trabajos y forzada a la enseñanza informal, de pagos mínimos y carencias sin respiro mientras se obligaba a luchar y velar por su encarcelado esposo, Héctor Maseda, el expresidente del partido Liberal.
Maseda, que defendió con entereza sus convicciones en la mascarada de proceso que se siguió contra él y sus colegas, había sido sometido a condiciones tan opresivas y antihigiénicas de prisión que se le desataron alergias y se contagió de sarna. Los médicos de la prisión, sin embargo, le impedían a Pollán hacerle llegar medicinas y sábanas limpias a su esposo. Él, sin embargo, permanecía firme, me dijo Pollán, y ella también.
«Cuba fue visto por muchos de sus habitantes como una prisión cercada por el mar, que oprimía a su pueblo, silenciaba a sus poetas y encarcelaba a sus periodistas».
Miriam Leiva, la esposa de Óscar Espinoza Chepe, viajó miles de kilómetros, de un extremo al otro de Cuba, en varios viajes infructuosos en los que se le cancelaba a último momento la visita a su esposo. Lo vio al final, en un hospital, en un estado que le partió el alma y la esperanza. Los casos de Blanca Reyes, esposa de Raúl Rivero, y de Alida Viso, esposa de Ricardo González Alfonso, eran también historias conmovedoras de valentía, resistencia y sufrimiento.
Ese era un lado del periodismo cubano. Había otro que terminaba de describir la realidad. En el juicio, el periodista Néstor Baguer confesó ser el “agente Octavio” de Seguridad del Estado; la periodista Odilia Collazo reveló ser “la agente Tania”; el periodista Manuel David Orrio resultó “el agente Miguel”, entre otros. El estado policial exhibió sin reparos su poder.
Me fui de Cuba pensando en el sentimiento de amargura que, en diferentes grados y maneras, experimentaron tantos latinoamericanos de mi generación. ¿En esa pesadilla terminaba el sueño?
En los años sesenta, cuando nuestros Gobiernos prohibían viajar a Cuba, escuchar por las noches en la onda corta a radio Habana anunciando su emisión desde Cuba, “territorio libre de América”, despertó las emociones, la fe y muchas veces la decisión de decenas de miles de jóvenes latinoamericanos. Cuba era el lugar donde se había iniciado no solo una epopeya liberadora de tiranías sino una exitosa doctrina revolucionaria, una estrategia de guerra a la larga invencible y, sobre todo, un camino para la creación de una nueva sociedad y un nuevo hombre en pedagógicos campos de batalla.
Treinta años de guerras internas, la Tricontinental, la OLAS, la caída de los Gobiernos reformistas, las brutales dictaduras contrainsurgentes, las contundentes derrotas con su medio millón de muertos y las enseñanzas de las salas de tortura y la prisión para los sobrevivientes (José Mujica y Dilma Rousseff entre ellos) no fueron precisamente que “el primer deber de un revolucionario es hacer la revolución” sino que ese primer deber debió ser pensar con claridad para buscar la justicia con libertad.
Fidel Castro fue la personificación extraordinaria de una fuerza guerrera que disparó sus primeros tiros en el Bogotazo de 1948; dirigió el triunfal y mítico alzamiento guerrillero que lo llevó al poder en 1959; promovió y coordinó alzamientos en toda América Latina hasta fines del siglo; resistió y sobrevivió, con temeridad e inteligencia, la hostilidad de Estados Unidos; envió fuerzas expedicionarias que lograron importantes victorias en África; y fue, durante décadas, idolatrado por un gran porcentaje de latinoamericanos que vieron en él y en Cuba, un faro de esperanza y libertad.
Pero ese faro era, a la vez, visto por muchos de sus habitantes como una prisión cercada por el mar, que oprimía a su pueblo, silenciaba a sus poetas, encarcelaba a sus periodistas y que había convertido el “territorio libre de América” en un estado policíaco que, con eslóganes como el burdo “Comandante en jefe: ¡usted ordene!” habían convertido la admiración de ayer en el forzado culto a la personalidad de hoy.
La Historia no tiene un juicio sino muchos. A la larga, las hazañas épicas tienden a acallar los gritos de dolor y la desesperada agonía de los oprimidos y los fugitivos ahogados en el mar. Yo creo, sin embargo, que no será así en el caso de Fidel y que durante años y lustros por venir, su legado será una resonante disonancia.
(*) Reproducción de la columna “Las palabras” publicada en el diario El País el 29 de noviembre de 2016.