Dice Rosita Cámara que la madera que arde bajo la olla ennegrecida por el hollín son los pedazos de una cama que su vecina botó a la basura. Es que conseguir leña para cocinar, en los días del virus, no es fácil. Hay que arriesgarse a salir de casa y caminar el cerro buscando palos, virutas en carpinterías, algún plástico, cualquier cartón y luego juntar todo, “hacer como una casita y prender eso con un fósforo”, explica Rosita, 40 años, cuatro hijas, cinco nietos. Ella no sabe (todavía) que dos millones de personas —mujeres y niños, sobre todo— mueren cada año de males respiratorios —neumonía, bronquitis, cáncer de pulmón— causadas por el humo contaminante de esos fogones.
Rosita y un grupo de vecinas del asentamiento humano Comité 68, en Comas, llevan cuatro meses, algunas años cocinando así. No les preocupa tanto ese humo, que se impregna en sus ropas, les hace toser y las enferma. Les importa más el contagio del virus y, en especial, “la otra pandemia”, dicen, la que más temen: la del hambre.
A las 5:30 de la mañana, sobre este cerro, en la tercera zona de Collique, el cielo es del púrpura más oscuro. El silencio se rompe con el canto de los gallos y el hervor de una olla enorme de avena con cocoa: el desayuno que Rosita Cámara, Claudia Cisneros y Roxana Sotelo, entre otras madres, servirán a 120 vecinos, a los que llamarán en unos minutos a través de un parlante.
Antes de la emergencia sanitaria, estas vecinas apenas se hablaban. Cada una concentrada en sus problemas, cada una cocinaba lo que podía en casa. Pero la precariedad empeorada por la cuarentena —que dejó sin trabajo al 75% de limeños más pobres— y un instinto colectivo de supervivencia las obligó a organizarse: un día a inicios de mayo, reunieron los alimentos que tenían y cocinaron una olla de aguadito con camote sancochado para 50 personas. Así, en este breve terral nació Rincón de Milagros, una de las numerosas ollas comunes creadas durante la pandemia.
Aunque no existe una cifra definitiva, hasta hoy la Municipalidad de Lima ha registrado a 546 ollas comunes (204 de ellas, incluidas en el mapa de la campaña “Adopta una olla”): todas se ubican en los distritos más poblados, más empobrecidos y con más casos de Covid-19 en toda la ciudad.
Cocinera de oficio, Rosita Cámara llegó a este cerro de Comas hace cinco años, desde la sierra de Huánuco. Para ese momento, decenas de familias ya vivían aquí desde inicios de los noventa, luego de dejar sus pueblos y ciudades en los Andes: unas huyendo de las balas de Sendero Luminoso; otras, buscando un lugar propio para vivir. Esos vecinos la ayudaron a levantar su casa con tablas y esteras en la parte alta y deshabitada del cerro. Allí viviría con sus cuatro hijas y un marido haragán, que la maltrataba, y cuyo nombre prefiere no recordar.
Solo por sus cuatro hijas, cuenta Rosita, salía a las calles a vender emoliente, a cocinar en puestos de caldo de gallina, a servir mesas en pollerías. Así pudo educarlas, pagar la comida y techar su vivienda con calaminas, pues el viento arrancaba los plásticos que su marido nunca se molestó en asegurar, porque prefería “salir a emborracharse con sus amigos”. Una noche, en una pelea callejera, el tipo se cayó de cabeza contra el asfalto. Luego de meses de agonía en el hospital, murió. Rosita lleva tres años viuda. A veces piensa que fue lo mejor.
“Para qué quiero un hombre que me hace sufrir”, dice, sin tristeza. “Más me ha dolido quedarme sin nadita de trabajo”.
Cuando inició el estado de emergencia, a mitad de marzo, los comercios del barrio cerraron, incluso el puesto de menú donde trabajaba. Sus hijas mayores también se quedaron sin empleo. Rosita pensó que la cuarentena duraría 15 días, como había anunciado el presidente por televisión. Pero luego fueron 15 días más y 15 más y 15 más y así pasaron los dos primeros meses de confinamiento. Afuera, soldados y policías vigilaban calles y avenidas. Dentro de sus casas, los vecinos del cerro —mototaxistas, albañiles, comerciantes, empleadas del hogar—, ahora sin trabajo, veían cómo se agotaban los pocos víveres que les quedaban.
La hija mayor de Rosita pudo recibir el Bono Familiar Universal —8.6 millones de hogares debieron recibirlo, según el gobierno— y con eso resistieron un mes. Claudia Cisneros, la presidenta del asentamiento, dice que solo 15 familias de las 70 que hay aquí recibieron esos 760 soles. Las demás, por el mal registro de sus datos en la municipalidad, no fueron contados entre los 13 millones de peruanos pobres registrados en el Padrón Nacional de Hogares: una de las herramientas que el Ministerio de Desarrollo e Inclusión Social (Midis) usa para identificar a quienes necesitaban apoyo económico durante la pandemia, y que, en opinión del economista e investigador de Grade, Hugo Ñopo, “es un padrón muy antiguo, que se hizo con un barrido censal ya hace más de 10 años y se ha actualizado muy poco”. Un detalle administrativo que ha dejado a cientos de hogares sin recibir ayuda del Estado cuando más lo necesitan.
Rosita y sus vecinas, como casi la mitad de hogares peruanos, no cuentan con una refrigeradora donde conservar sus alimentos. Por eso, a pesar del miedo a contagiarse, muchas no tenían más remedio que salir a comprar verduras y carne para el día, hasta que los precios en el mercado del barrio fueron impagables para ellas: la papa, la carne, el arroz, el pollo, ahora costaban casi el doble. Una encuesta del Instituto Nacional de Estadística e Informática (INEI) indica que, durante la primera semana de mayo, un 14% de hogares no pudo comprar alimentos con proteínas como carnes, pescado y huevos por falta de dinero. Se trata de un millón de personas en Lima, y de unos 3.5 millones en el Perú, que no comieron lo que necesitaban.
“Arroz con huevo almorzábamos y en la noche ya no comíamos, o a veces agua con arroz nomás. ‘Tengo hambre, mamita’, me decían mis nietos”, recuerda Rosita, mientras mueve la avena con el cucharón. El humo de la leña la envuelve y ella tose detrás de su mascarilla de tela. “Los adultos podemos tomar agua con azúcar, pero los chiquitos no, ellos no entienden que no hay plata, y uno no se puede quedar así, sin hacer nada”.
Cocinar juntas para resistir
En la historia de nuestras tragedias económicas, las ollas comunes han sido una creación heroica de las madres de barrios populares para evitar que sus familias pasen hambre. Y hoy que la pandemia ya dejó, por lo menos, a 6.7 millones de peruanos sin trabajo y provocó que el país sufra la caída del PBI más calamitosa en América Latina, no es la excepción.
En Hoy: menú popular, la historiadora Cecilia Blondet cuenta que fueron las esposas de los obreros —migrantes de zonas rurales con prácticas ancestrales de reciprocidad— las creadoras de estos espacios durante las invasiones en los cerros de Lima, a mitad del siglo XX. Con el pasar de los años, estas ollas se formalizaron como comedores populares y se multiplicaron con apoyo de parroquias, oenegés, partidos políticos y el Estado. Así lograron resistir el asedio del terrorismo, la hiperinflación en el primer gobierno de Alan García, el Fujishock, y siguieron expandiéndose en la capital como una red poderosa compuesta por más de 100 mil mujeres.
Carolina Trivelli, investigadora del Instituto de Estudios Peruanos (IEP) y ex ministra de Desarrollo e Inclusión Social, trabajó de cerca con ellas y entendió pronto que, a pesar de que la ayuda estatal “es bastante pequeña para la escala de operaciones de los comedores”, estas madres dirigentes siempre cumplieron un papel fundamental en “la contención de la emergencia económica”. Hasta el 2003, por ejemplo, un estudio realizado por Trivelli indicaba que los comedores en Lima generaban 116 mil dólares de ingresos diarios por la venta de las raciones: unos 30 millones de dólares al año.
Hoy, en el Perú existen 13,664 comedores populares integrados al Programa de Complementación Alimentaria del Midis. 3,354 de ellos están registrados en los municipios de Lima y Callao, y dan de comer a un cuarto de millón de bocas: lo mismo que seis estadios nacionales llenos de gente. Cuando inició la emergencia, el gobierno ordenó su cierre temporal para evitar la propagación del virus. Recién en julio la mayoría volvió a encender sus hornillas.
Después de seis meses de pandemia, según la Asociación de Municipalidades del Perú, la demanda de alimentos en los comedores es ahora cuatro veces mayor. Por eso, además de destinar fondos para kits de bioseguridad —mascarillas, alcohol, productos de limpieza—, el gobierno decidió incrementar en 50% el presupuesto actual destinado a los comedores —127 millones de soles al año— para aumentar las raciones y así alimentar a más familias. Solo hay un problema que, según Blondet, debe ser examinado para que estas medidas lleguen a los más vulnerables.
“¿Por qué las ollas comunes han aparecido con fuerza ahora? Porque los comedores populares han comenzado a languidecer desde hace varios años”, me explicó la investigadora del IEP y ex ministra de la Mujer. “Las fundadoras de los comedores ya son mayores y muchas jóvenes ya no quieren trabajar en el comedor, tienen otras expectativas. La fisonomía de los Conos también ha cambiado. Hoy la mayoría de los comedores están en zonas urbanizadas, y las ollas surgen en sitios muy alejados y pobres, donde no ha llegado el Estado”.
En Comas, donde vive Rosita Cámara y sus vecinas, existen 433 comedores registrados en el municipio, pero debido a la pandemia tuvieron que cerrar temporalmente. Frente a ese vacío, ollas comunes como Rincón de Milagros aparecen y sobreviven gracias a donaciones particulares, de algún programa de televisión y de la solidaridad de los vecinos que, por el desayuno y el almuerzo, de lunes a viernes, pagan dos soles hasta por cinco raciones (cada ración incluye sopa + segundo + refresco). Solo los abuelos y los enfermos, los “casos sociales”, no pagan. Hasta finales de agosto, las vecinas no sabían de alguien en su asentamiento que haya enfermado o fallecido de Covid-19. A nadie se le ha hecho prueba alguna todavía.
Blondet insiste en que los gobiernos locales deberían apoyar las ollas como una medida temporal contra la crisis. “Hay que empadronarlas, saber quiénes son, dónde están, qué necesidades tienen y garantizarles a las madres el acceso a los bonos y generar un programa social de emergencia que les de un soporte para los próximos dos o tres años. Porque no nos vamos a recuperar tan pronto, ya sabemos”.
Un mes después de iniciada la cuarentena, los municipios recibieron fondos del Estado para entregar canastas de víveres a las familias más pobres, pero las madres del Comité 68 juran que la ayuda no ha llegado a este cerro. Cuando iniciaron la olla, el alcalde de Comas les donó una olla grande, arroz, azúcar, leche, agua embotellada y lejía, luego de mucha insistencia.
“Pero todo eso ya se terminó”, dice Roxana Sotelo, 38 años, maestra de primaria, madre de dos pequeños y fundadora de Rincón de milagros. Ella ha solicitado al municipio convertir su olla en un comedor y así, por ley, recibir apoyo del Estado. Pero las autoridades le han dicho que deben esperar hasta el 2021. Le han dicho que el presupuesto no les alcanza para sostener un comedor más.
“Cuando salen para su campaña, ahí sí llegan hasta la punta del cerro”, se queja Roxana, “se toman foto, y una vez entran al poder, se olvidan. Lo verás en las elecciones. Con pandemia o sin pandemia, es lo de siempre”.
Solidaridad migrante
En un barrio de San Martín de Porres, Katiuska Gonzáles —venezolana de 33 años, administradora de profesión— también tuvo que organizar una olla común, ante la falta de un comedor cercano. En su ciudad natal, Caracas, tenía un taller automotriz junto a su esposo, Kelvin Fernández, pero la crisis en su país los hizo huir hace dos años hacia el Perú, que hoy acoge a más de 830 mil venezolanos como ellos: migrantes y refugiados que escaparon de un infierno sin imaginar que un virus desconocido los sumiría de nuevo en la escasez y el desempleo.
Cuando inició la emergencia, Katiuska supo muy pronto de paisanos suyos, sin empleo formal, que de un día para otro se quedaron sin dinero para sostenerse. Fue así que, movilizada por su fe evangélica, propuso a su marido hacer una pequeña colecta entre amigos y cocinar en casa una olla de carapulcra para alimentar gratis a quien lo necesitara.
“Porque nosotros sabemos lo que es estar así, sin nada”, dice Katiuska, mientras adereza frijoles negros en una olla enorme que servirá con plátano frito a 170 personas: el 90% de ellas, compatriotas suyos —abogados, médicos, profesores, ingenieros— que trabajaban aquí como taxistas, vendedores ambulantes, mil oficios. Hasta que llegó la pandemia. “Algunos chamos hasta han intentado suicidarse. La pandemia nos ha hecho tocar fondo a todos”.
Katiuska se acuerda mucho de Douglas, electricista “súper pana”, que hasta antes de la emergencia sostenía a su mujer y a sus tres niñas manejando un mototaxi. Pero el súbito encierro y la falta de trabajo lo desequilibró, cuenta Katiuska: como tanta gente —7 de cada 10 personas en el Perú ha visto afectada su salud mental durante la pandemia— Douglas sufría ataques de ansiedad, se ponía agresivo, no dormía. Un día se fue de su casa. Días después lo encontraron muerto en un arenal.
“Tener hijos y no tener nada que darles. Y encima te están echando a la calle por no poder pagar el cuarto…”, dice Katiuska, que, ante la falta de trabajo, ha visto familias de venezolanos yendo de casa en casa, de edificio en edificio, con carteles y sus hijos en brazos, pidiendo a gritos comida o alguna moneda. Incluso ha visto a amigos suyos regresar a Venezuela en plena pandemia, pero luego se han arrepentido.
Por eso Katiuska siguió con la olla común en su departamento, a pesar de que su casera se opuso: no quería “gente extraña” rondando cerca, por miedo al virus. Ahora, en la iglesia Amor y Fe donde ella se congrega, a unas calles de su casa, Katiuska tiene un espacio para cocinar y seguir repartiendo gratis la comida a la entrada del templo.
La olla se sostiene con donaciones particulares, de los miembros de la congregación y de algunos de los 170 beneficiarios que ella entrevistó por teléfono y que luego reunió en un grupo de WhatsApp. Una vez les ha entregado las raciones, Katiuska pide que le envíen una foto de los comensales. Así se asegura de que se alimenten quienes realmente lo necesitan.
“Solo me falta ponerle nombre a esta ollita”, ríe Katiuska, quien enfermó de Covid-19 de manera leve: solo perdió el olfato y el gusto para saborear las arepas. Ahora toca las puertas de diversas oenegés y organizaciones para conseguir alimentos. “Pensé que cocinaría solo durante una semana, y ahora mírame. Mientras lo pueda seguir haciendo, chévere. Dios sabrá”.
La olla y el muro
En este cerro, al sur de Lima, un muro de concreto de 10 kilómetros de largo, tres de alto y reforzado con alambres de púas, divide una zona de la ciudad en dos: a un lado está la exclusiva urbanización Las Casuarinas, en Surco, hogar de políticos y directores de banco, con sus sus casas con piscina, sus parques verdes y calles asfaltadas; y del otro lado, Pamplona Alta, un sector de San Juan de Miraflores, con sus canchas de tierra, sin luz ni agua potable y sus casas prefabricadas de madera, como en la que ahora Analí Yupanqui cocina una olla de sopa junto a sus vecinos.
En los días de virus, este muro también divide a quienes están seguros de tener para comer mañana y quienes no. No por nada le llaman el Muro de la Vergüenza.
Yupanqui —31 años, natural de Chanchamayo, madre de tres pequeños— vive en la cima del cerro a unos 50 metros del Muro, cuyo último tramo se levantó hace unos años, cuando invadieron esta parte del cerro —“llegamos y acampamos puras mujeres con palos, plásticos y banderas del Perú”— y crearon la agrupación vecinal Vista Hermosa. Hoy residen aquí 30 familias que, sin ayuda de las autoridades, construyeron escaleras de acceso y colocaron muros de contención al terreno para que sus casas no se derrumbaran.
Aprendieron a organizarse para sobrevivir en medio de la aridez del cerro, “pero nada se compara a esta pandemia”, dice Yupanqui. Bajo un sol tibio de agosto, las madres cocinan a leña una olla enorme de sopa de arroz con menudencias de pollo y verduras. “Carne no, porque eso es un lujo ya”, dice, mientras el humo envuelve a las madres. “Apenas comemos huevo tres veces por semana”.
Yupanqui es voluntaria del Banco de Alimentos Perú, una organización privada sin fines de lucro que busca combatir el hambre y el desperdicio de comida. No es un reto menor: en el país, según cálculos del Banco, 33% de los alimentos que produce la industria se desecha solo por estar próximos a vencer, por un error de etiquetado o porque no llegan a tiempo a los supermercados. Son toneladas de productos que podría dar de comer a 2 millones de bocas: el 75% de todos los peruanos que no tienen alimento suficiente para cubrir sus necesidades.
Para evitar que esa montaña de comida termine en la basura, el Banco recibe los alimentos que donan las empresas y las distribuye en zonas vulnerables. Hoy, el Banco trabaja con 140 comedores populares y 147 ollas comunes en Lima y Callao. Distribuye los alimentos a través de oenegés —como Perú Niñez y Yanapaqui, entre otras— que trabajan en dichas zonas y tienen rastreadas a las familias más pobres. Aunque en algunos barrios la creación de una olla común a veces causa conflictos entre vecinas.
“Hay madres de un comedor popular que les hace problemas a las madres de las ollas, las ven como competencia”, me había contado Sara Rodríguez, coordinadora de gestión social del Banco, que ha recorrido casi todos los cerros de Lima. “Se sienten amenazadas, como si les estuvieran restando las donaciones que reciben”.
Por suerte, dice Yupanqui, eso no ha ocurrido en el barrio de Vista Hermosa. Al contrario: hasta las primeras semanas de la pandemia, Yupanqui recogía los productos de los mercados mayoristas que luego eran repartidos entre los 26 comedores populares que hay en Pamplona Alta. Debido a su trabajo, las presidentas de los comedores, en agradecimiento, le donaron víveres y hasta pollo, que luego Yupanqui llevaba a su barrio y repartía entre sus vecinos. Hacer esto durante la cuarentena fue vital: ni ella ni sus vecinos tenían trabajo, tampoco recibieron el Bono Universal Familiar ni las canastas que el Estado había prometido para esas zonas.
Así que un día de inicios de mayo, con los alimentos que las presidentas de los comedores le habían donado, decidió preparar una olla enorme de arroz con pollo. Así nació Vamos Perú, la olla común que hoy da de comer a 30 familias. A excepción de los “casos sociales”, que no pagan, los vecinos dan tres soles por cinco o seis raciones, así Yupanqui y el resto de madres pueden comprar lo que les hace falta para la comida del día.
“Intentamos que nunca falte, porque los niños siempre preguntan si hay qué comer”, dice Yupanqui. “El hambre de un niño no es igual al hambre de un adulto”.
Un adulto desnutrido puede recuperarse sin sufrir consecuencias graves. Un niño menor de cinco años que no se alimenta lo suficiente —me explicó Antonio Castillo, decano del Colegio de Nutricionistas del Perú— corre el riesgo de sufrir desnutrición y anemia, una enfermedad que no solo debilita su sistema inmune y lo deja a merced de cualquier enfermedad (como un virus), sino que también puede afectar seriamente su futuro.
“Son niños que crecen menos, sufren falta de atención y no rinden en el colegio porque su cerebro no ha formado bien sus neuronas”, dice Castillo, “Por eso la anemia condiciona mucho el desarrollo productivo de una nación. Si hoy cuatro de cada diez niños menores de cinco años tienen anemia, ¿qué podemos esperar? Un Perú con bajo rendimiento intelectual, baja productividad, menos profesionales…”.
Tal vez sea ese el verdadero costo de la pobreza: que una persona, solo por no alimentarse lo suficiente durante su niñez, nunca llegue a ser lo que podría haber sido.
De otro lado, está el problema de quienes comen, pero alimentos poco nutritivos. “La pandemia está obligando a los peruanos sin ingresos a recurrir a alimentos baratos, superprocesados y, en muchos casos, poco saludables, lo que tendrá repercusiones en la salud”, dice Castillo. Los muertos por Covid-19 sostienen esa advertencia: según el Sistema Informático Nacional de Defunciones, 85.5 % de peruanos fallecidos por Covid-19 padecía de obesidad, 43.1 % eran diabéticos y el 27.2 %, hipertensos.
Por suerte, me contaron las madres de Vista Hermosa, nadie ha muerto aún de coronavirus en el barrio. A falta de medicinas toman remedios caseros a base de eucalipto, manzanilla, limón, kion, todo macerado en cañazo “y así calientito lo tomamos”, dice Yupanqui. “ahorita no tenemos plata para pastillas”.
Antes de la pandemia, Yupanqui trabajaba confeccionando peluches y limpiaba casas ajenas en el lado “bonito” del Muro. Con sus ahorros, logró comprarse un carrito sanguchero. Pero hoy, con la escasez de dinero y por miedo al contagio, ese coche de metal se oxida en un rincón de su casa. Ahora pasa sus días organizando a sus vecinos, buscando donaciones para sostener la olla. Su meta es convertir la olla en un comedor. Un trabajo que le hace estar menos tiempo con sus hijos y exponerse al contagio.
“Tengo más miedo al hambre que al virus, la verdad”, dice Yupanqui.
Aquella mañana de agosto, mientras organizaba la fila de vecinos que espera recibir su porción de sopa de menudencias, Yupanqui me presentó a Ashley, su hija de 11 años, quien a veces le ayuda a repartir la comida entre los vecinos. Ashley no va al colegio desde que inició la emergencia. Tampoco tiene televisor o una computadora donde pueda recibir clases virtuales. Intentó a través del smartphone de su madre, pero no sirvió de mucho. El saldo se gasta rápido y Yupanqui no siempre tiene los cinco soles que cuesta la recarga. Pero igual, su hija intenta repasar los cursos, para no perder el año, dice. Quiere ser odontóloga. “Para curarle los dientes a mis hermanos”, me dijo Ashley.
“Es como una segunda mamá para ellos”, me diría más tarde Analí Yupanqui, quien desde que su marido falleció de una pancreatitis hace unos años, ha sostenido la casa con el apoyo de su hija mayor. “Por eso a veces me siento culpable por haberla hecho crecer así, tan rápido”.
A veces, cuando llega tarde a casa luego de planificar lo que cocinará en la olla al día siguiente, nota que Ashley ya bañó y cambió a sus hermanos pequeños. Entonces cenan juntos unas galletas con algo de avena, a veces con leche o con sémola, o calienta los restos de la sopa. Durante estos meses de pandemia, Yupanqui jura que nunca permitió —ni permitirá— que sus niños se vayan a dormir con el estómago vacío.