Artículo de Gustavo Gorriti en su columna Las Palabras de Caretas Nº 2130 del 20 de mayo.
Me han llamado como testigo en el juicio de una matanza que sucedió hace 24 años en Ayacucho. Hay cosas de ayer que se olvidan pronto y hay otras que se recuerda hasta la muerte, hasta con los detalles de voz, y sobre todo de luz, como la de aquella clara mañana andina en la sierra de Vilcashuamán.
Eran los meses finales del violento año de 1986. El 14 de octubre, el ex-comandante general de la Marina, el vicealmirante AP (r) Gerónimo Cafferatta sufrió un atentado en la esquina de mariscal Castilla con República de Panamá. Murió luego de una agonía de doce días, en Estados Unidos, a donde fue llevado en el esfuerzo por salvarlo. Fue el oficial de más alto rango de las Fuerzas Armadas en caer víctima de un atentado hasta entonces.
En la conmoción que siguió al atentado de Cafferatta, la inseguridad impuso sus reflejos a la razón. Tanto el entonces presidente de la Corte Suprema, como el fiscal de la Nación, declararon su disposición a ceder el fuero de juzgamiento de los senderistas a los tribunales militares. Claro que hubo temples parejos que pusieron las cosas en su sitio. Años antes de su destino trágico, el entonces presidente de la Asociación Nacional de Magistrados, Carlos Giusti, dijo que: “Un juez que tiene temor no es juez (…) administramos justicia por delegación popular, y esa facultad es irrenunciable e indelegable”.
En medio de decenas de muertes brutales en esos días, un comunicado del Comando Conjunto –el 075, del 24 de octubre– sugería una hazaña militar con ecos futbolísticos. Afirmaba que patrullas del ejército habían dado muerte a 13 senderistas en enfrentamientos durante los días 23 y 24. Entre los muertos figuraba un dirigente senderista cuyo seudónimo: “Caszelli” aludía a un futbolista chileno entonces famoso. Se trataba del ayacuchano Claudio Bellido Huaytalla. El comunicado afirmaba además que se había incautado armamento, munición y explosivos.
Poco tiempo después, tres periodistas viajamos a Ayacucho. Dos éramos de CARETAS: Óscar Medrano y yo; y el tercero era Nick Asheshov, el magistral editor y corresponsal británico con quien ya habíamos salido algunas veces, al Huallaga y a Ayacucho. Aparte de su gran experiencia, Asheshov tenía un sentido del humor que se hacía particularmente seco y eficaz en momentos de tensión o peligro.
Asheshov había entrevistado poco antes en Inglaterra a Robert Thompson, entonces el más reputado especialista en contrainsurgencia en el mundo. En lo esencial, su mensaje era claro: un gobierno debe utilizar la ventaja de serlo; por eso, entre otras cosas, nada justifica violar la ley, por grave que haya sido la provocación. Uno de los objetivos del viaje que hicimos con Asheshov fue comparar las prescripciones de Thompson con la realidad en Ayacucho. Otro era visitar Pomatambo y Parcco en Vilcashuamán y averiguar si lo que pasó esa noche en la que murió “Caszelli” correspondía a lo que indicó el comunicado del Comando Conjunto. Varias personas relacionadas con Vilcashuamán sostenían que ahí se había producido un sangriento exceso.
LA cobertura periodística en Ayacucho era entonces muy difícil, y no solo por el peligro. Por más que cueste creerlo ahora, los periodistas estábamos prohibidos de salir del casco urbano de Ayacucho sin autorización del comando político-militar. Otras profesiones u oficios podían salir –a su riesgo, por supuesto–, pero los periodistas no.
A pesar que desde Lima intentamos obtener colaboración de la entonces llamada Dirección de Asuntos Sicosociales (Diras) del Ejército, el hecho es que en Ayacucho prontamente chocamos con el jefe militar, un obtuso general llamado Juan Gil Jara.
Decidimos entonces arriesgar el viaje a Vilcashuamán, ocultando nuestra identificación de periodistas. Viajamos en el trajinado pero impertérrito Volkswagen del corresponsal que teníamos entonces en Ayacucho, Hugo Ned Alarcón, quien decidió, en medio de autorreproches, acompañarnos.
Viajamos por la carretera desolada y sorteamos dos controles con nuestras libretas electorales y el carné de extranjería de Asheshov. Cruzamos el río Vischongo, cuyo puente había sido dinamitado y llegamos ya de noche a Vilcashuamán. La valerosa gente de la ONG Cesca nos acogió, pero era evidente que estaban muy tensos y preocupados. Cuando les dijimos que pensábamos ir a Pomatambo, nos aconsejaron que no lo hiciéramos, pues el peligro de muerte era muy grande.
Dormimos en la posta médica, al lado de visibles signos de reciente actividad curativa. Ahí tomamos la decisión de salir antes que amaneciera hacia Pomatambo, hacer el reportaje lo más rápido posible y retornar luego a Vilcashuamán.
El sol salió cuando pasamos por la divisoria de Accomarca y un recuerdo de carretera, una huella más bien, nos llevó a Pomatambo antes de las siete. Poco después, la gente del pueblo, muchos enlutados, nos contó, entre relato y llanto, lo que había pasado.
Nadie nos esperaba, y no tuvieron tiempo de preparar ni ensayar nada. El dolor era auténtico, profundo, desgarrador. La patrulla militar que irrumpió en el pueblo, nos dijeron, arrestó a varias autoridades en el local donde preparaban chicha para la fiesta comunal.
Sacaron a seis del local y a otro cerca de la plaza. Los tuvieron tendidos casi hasta la media noche. Entonces se los llevaron y nadie los volvió a ver vivos. Los encontraron, como dijo María Luz Castillo, hija de Diodoro Castillo, una de las víctimas, “chicharronados, troncos nomás, sin manos, sin nada”, antes de romper en sollozos.
Una o dos semanas antes, Irene Ramírez había pasado por el pueblo, a lomo de bestia, callada y sin mirar a nadie. Había viajado desde Lima a buscar a sus padres, en Parcco. Ellos, Donato e Hilda, tenían 82 años. También buscó a su hermano Reynaldo y sus sobrinos Eugenia y Mario, de 10 y 6 años. Ahí supo que habían matado a todos en la mañana que trajeron a los presos de Pomatambo y que luego los habían quemado.
Antes de media mañana, la propia gente de Pomatambo nos pidió que nos fuéramos porque el peligro estaba aumentando. Regresamos a Vilcashuamán, y ahí una patrulla nos interceptó y condujo arrestados al cuartel del Ejército.
MIENTRAS esperábamos la llegada de un nuevo oficial, que iba a tomar el mando del cuartel, pudimos ver que la disciplina y la organización de los soldados era notoriamente deficiente. Poco después llegó el nuevo comandante de la guarnición, sin galones y con un sombrero de paja. Era un oficial fuerte y enérgico. Se presentó como “Ronsoco” y trató de hacer llevadera nuestra detención. Tenía mucha experiencia en la sierra, y se consideraba mucho más promotor que represor. Posiblemente lo habían enviado para reorganizar una guarnición mal manejada y, todo indicaba, con sangre inocente en las manos.
Poco después, bajó un helicóptero y un comandante escoltado por dos soldados “linces”, y que se hacía llamar “Pato”, llegó para llevarnos, de grado o fuerza, a Huamanga. A Hugo Ned lo mandaron por tierra. En Huamanga nos llevaron detenidos a la Policía. Ahí nos soltaron y nos pidieron que regresáramos el día siguiente a Lima. ¿Cómo no hacerlo, si había que cerrar la revista?
Tuvimos mucha suerte de que no se percataran que ya habíamos hecho el reportaje y que por eso no intentaran registrarnos para encontrar los rollos fotográficos.
Publicamos la información con gran despliegue. Poco después, por primera vez desde el inicio de la guerra interna, el Comando Conjunto emitió el comunicado #87, en el que reconoció implícitamente los asesinatos y responsabilizó a dos jefes de patrulla. El Congreso también decidió investigar, pero no llegó a nada.
¿Qué llevó a dos jóvenes tenientes a ordenar el asesinato de niños, de octogenarios y de autoridades indefensas? ¿Por qué otros oficiales, en cambio, dejaron una huella de gratitud en los lugares por donde pasaron?
La próxima semana les relataré algunas historias que ayudarán a explicarlo.