En octubre del año pasado, IDL-R describió, las hazañas médicas del Centro Materno Infantil Tahuantinsuyo Bajo (Independencia), en una nota que reseñaba el denodado combate de un grupo pequeño de médicos y enfermeras contra la letalidad del Covid-19.
Con menos medios que la mayor parte de centros de salud, el notable grupo de médicos y enfermeras que trabajan ahí había logrado disminuir la tasa de letalidad de la enfermedad al 0.8% cuando el promedio nacional de entonces era oficialmente de 3.9%. En realidad, dado que entonces se mantenía un gran subregistro de muertes, la tasa de letalidad era mucho mayor.
Un paciente que se tratara en Tahuantinsuyo Bajo en la parte inicial del Covid, tenía, en la realidad, una probabilidad de perecer 18 veces menor que el promedio nacional.
Como se explicó en esa nota, la razón del éxito de Tahuantinsuyo Bajo fue aplicar en forma sistemática tratamientos tempranos con medicinas de segundo uso, larga experiencia y costo muy bajo.
Pese a los excelentes resultados, los médicos de Tahuantinsuyo Bajo permanecieron como una isla de esperanza en medio de la tormenta del Covid. La hostilidad de buena parte del establishment médico hacia la aplicación de tratamientos que provocaban viva polémica también a nivel internacional, llevó a ese establishment a ignorar –con las tremendas consecuencias de mortalidad que ello significó– un hecho simple y contundente: el tratamiento funcionaba; la gente se salvaba.
La respuesta, usual también en otras latitudes, fue que no había evidencia científica, expresada a través de estudios rigurosos, de que el resultado obedecía al tratamiento y no a cualquier otra causa.
Así que, bajo la mentoría del connotado neumólogo, Roberto Accinelli, los médicos de Tahuantinsuyo Bajo se abocaron a encuadrar su experiencia en forma sistemática, para convertirla en un estudio científico.
Hace pocos días, el cinco de octubre, al celebrar el día de la Medicina Peruana, Roberto Accinelli participó en una ceremonia breve y austera en la que se presentó los resultados de su experiencia convertida en un exigente estudio científico y, además, publicada como artículo académico en una prestigiosa revista especializada: la Travel Medicine and Infectious Disease.
El estudio sistematizó los resultados de 1265 pacientes tratados entre el 30 de abril y el 30 de septiembre del año pasado. El 96.1% de estos tuvo al menos un síntoma del Covid-19 (dolor de cabeza, tos, malestar) y el 41% tenía alguna comorbilidad preexistente (obesidad, hipertensión, diabetes).
Cada uno de ellos recibió una dosis de 200 mg de hidroxicloroquina cada ocho horas por 7-10 días. En cuanto a la azitromicina, los pacientes recibieron una primera dosis de 500 mg el primer día de la atención médica y luego esta fue reemplazada por otra de 250 mg los siguientes cuatro días.
La información recogida permitió llegar a una primera conclusión: la efectividad del tratamiento empleado en Tahuantinsuyo Bajo está asociada directamente con los días transcurridos entre el contagio del virus y el inicio del tratamiento.
“La mejor medicina es la que se da a tiempo. Entre los pacientes que recibieron el tratamiento los tres primeros días (de la enfermedad), ninguno murió”, afirma Juan Carlos Madrid, coordinador del Área Cóvid del centro de salud. El médico añade otro aspecto importante.
“Nuestro plan con los pacientes no termina en el consultorio: ahí empieza”, dice . Se refiere al monitoreo permanente que los médicos y enfermeras del centro proporcionaron a cada uno de sus pacientes a través de la vía telefónica y aplicaciones de mensajería como el WhatsApp.
La siguiente conclusión, y acaso la más importante, es que de todos los casos estudiados (1265) solo fallecieron 7, lo que representa el 0.6%. Una tasa de letalidad dieciocho veces menor al promedio nacional que, según información oficial del Minsa al 1 de septiembre del 2020, era de 10.6%.
La tasa de letalidad conseguida en Tahuantinsuyo Bajo, además, es ahora quince veces menor a la actual tasa de letalidad nacional (9.6%).
Pero esta se amplía considerablemente si se le compara a los índices en regiones: Piura (13.66%), Lambayeque (14.01%) o Ica (14.19%), una de las regiones más golpeadas por la peste.
¿Por qué no se replicó entonces el modelo de Tahuantinsuyo Bajo en otros centros de salud del país?
En mayo del 2020, la Organización Mundial de la Salud suspendió los ensayos clínicos con hidroxicloroquina para el tratamiento del Covid-19. La razón: la supuesta ineficacia del medicamento y la presencia de efectos secundarios como alteraciones en el ritmo cardíaco.
La noticia tuvo eco en nuestro país algunos meses después. En octubre del 2020, la entonces ministra de Salud, Pilar Mazzetti, anunció que el Estado había dejado de distribuir azitromicina e hidroxicloroquina para combatir el Covid-19. La ivermectina, que tuvo un uso mayor, corrió una suerte parecida.
Roberto Accinelli cuestiona esta decisión. “Los efectos secundarios son realmente insignificantes. La hidroxicloroquina se usa hace unos cuarenta años y su análogo, la cloroquina, hace setenta. Entonces se ha usado miles de millones de veces en el mundo. Pregúntele a los médicos que tratan la malaria en la selva”, dice.
El médico sostiene, basado en los datos de los estudios, que si se hubiera extendido a otros centros de salud el tratamiento temprano de Tahuantinsuyo Bajo, la tremenda cantidad de muertes a causa de la peste (199 mil 485 al 3 de octubre) hubiera disminuido en proporción directa a la población beneficiada por el tratamiento.
Pero, como sabe todo médico empeñado en curar, el sanador cuenta casi tanto como la medicina. Y la entrega excepcional de los profesionales de Tahuantinsuyo Bajo explica también sus resultados.
Juan Carlos Madrid, por ejemplo, tenía, al empezar la pandemia, una edad, 67 años, que no solo justificaba sino aconsejaba recluirse y abandonar el tratamiento personal de sus pacientes. Se negó a hacerlo y trabajó sin parar durante los peores momentos de la peste. Se contagió con el Covid-19 y, apenas logró restablecerse, volvió a su trabajo. Eventualmente, la dirección regional de salud trató de obligar a los médicos veteranos como él a abandonar los consultorios y Madrid resistió tercamente hasta lograr lo que para él es un deber convertido en derecho: curar a sus pacientes por grave que sea el riesgo que se corra. Madrid está ahora vacunado.
Gricel Ynga, que tuvo que dejar Tahuantinsuyo Bajo para hacer una residencia, es recordada como la profesional que visitaba a toda hora a sus pacientes en sus domicilios, vigilaba su evolución y tratamiento y, sobre todo, les daba la seguridad de estar, con remedios, a su lado para disipar la angustia y soledad que aflige a quienes veían a la muerte caminar por las calles, entrar a las casas, arrastrar a su paso su luctuosa cosecha.
Y así, la labor abnegada de ayer termina respaldada por la comprobación científica de hoy.