La corta pero intensa operación de fuerzas combinadas para incapacitar pistas de aterrizaje clandestinas en el VRAE, que empezó en la mañana del martes 17, tendrá corta duración en sus efectos, pero fue necesaria mientras se prepara una estrategia más eficaz en la interdicción.
Las acciones llevadas a cabo por equipos mixtos de las Fuerzas Armadas y la PNP tuvieron un patrón compartido: la intervención con explosivos para atravesar con cráteres y zanjas las pistas de aterrizaje clandestinas.
Son acciones vistosas, algunas espectaculares, que requieren un despliegue considerable y sorpresivo de fuerzas, con un fuerte impacto inicial pero con una sostenibilidad de corto plazo.
La razón es simple. Mantener una ofensiva así es costoso en recursos, relativamente lento y crecientemente peligroso, cuando el factor sorpresa deja de existir.
En los años ochenta del siglo pasado vi una y otra vez los límites de ese tipo de operación, cuando el puente aéreo de narcovuelos entre el Huallaga y Colombia crecía sin parar. La inhabilitación impedía el funcionamiento de la pista por unos cuantos días, mientras los traficantes la reparaban y abrían paralelamente otras más.
No solo respecto del narcotráfico. En febrero de 2011 cubrí la “cacería de dragas” por la Fuerza Armada, en Madre de Dios, dispuesta durante la última parte del gobierno de Alan García. El propósito de los fulminantes operativos llevados a cabo fundamentalmente por la Marina, fue hundir a las muy contaminantes dragas. En la lancha patrullera en la que estuve, el entusiasmo de los FOES que la tripulaban fue tal que terminaron interviniendo dragas en Bolivia … pero esa es otra historia.
El resultado final fue que, pese a que es mucho más difícil reponer una draga que una pista de aterrizaje, la ofensiva no pudo sostenerse por largo tiempo y, luego de unos días de dragas huidizas, las cosas volvieron a su depredadora normalidad.
Lo mismo sucederá eventualmente en el VRAE. Pese a ello, me parece que la operación se justificaba plenamente. El Estado peruano fue tomado de sorpresa por el retorno y el auge inesperado de los ‘narcovuelos’ desde Pichis Palcazu y, sobre todo, el VRAE. El sistema de interdicción aérea, que funcionó con letal eficacia durante buena parte de la década de los 90 hasta el trágico incidente con la familia de misioneros (en el que murieron Veronica Bowers y su pequeña hija) en abril 2001, lleva desmontado ya once años.
Los estadounidenses, que antes apoyaron sustantivamente la interdicción, han cambiado sustantivamente su actitud respecto de las normas de interceptación y derribo de las aeronaves que no acaten la orden de aterrizar. Desactivado el sistema de radares aéreos y terrestres (gringos en su mayoría) y sufriendo una mala vejez sin reposición los aviones interceptores de baja velocidad (el Tucano y el A-37), la reanudación de la interceptación aérea –la única forma eficaz de cortar el puente aéreo de narcovuelos– tomará en el mejor de los casos varias semanas antes de poder ejecutarse.
Pero lo que el Gobierno no podía permitirse era permanecer pasivo frente al desmesurado incremento de vuelos de narcotráfico, decenas por semana, que aterrizaban y despegaban en muchos casos a corta distancia de bases policiales y de la Fuerza Armada en una de las zonas con mayor presencia militar en el Perú.
La multitud de vuelos clandestinos internacionales en una zona de operaciones contrainsurgentes no solo es un problema grave de crimen organizado, importante en sí mismo, sino uno de seguridad nacional.
Así, los resultados de corto plazo, por efímero que este sea, son preferibles a la inacción, en tanto lleven eventualmente a un sistema viable y eficaz de vigilancia aérea, que incluya la interceptación en el aire de los narcovuelos.
Esas acciones deben ser concebidas dentro del marco de la contrainsurgencia y la lucha contra el crimen organizado, antes que del de ‘guerra contra las drogas’. Porque en ese ámbito, las cosas están cambiando muy rápido.
Para empezar, dentro del propio gobierno de Estados Unidos se ha desterrado el concepto de ‘guerra contra las drogas”.
La semana pasada, el viernes 13 de diciembre, Roberta Jacobson, secretaria adjunta de Estado, para el buró de Asuntos Hemisféricos del gobierno estadounidense, declaró, en un discurso en Miami, que “la noción de que Estados Unidos se ha cerrado en el estilo de la “guerra contra las drogas” de los 1980, mientras que los gobiernos del resto de la región persiguen políticas más progresistas no refleja las realidades de hoy. Para empezar, nunca escucharás a un funcionario del gobierno de Obama hablar de ‘la guerra contra las drogas’. Hemos jubilado esa frase hace un buen tiempo ya”.
Los nuevos mantras son hoy los convergentes de: la seguridad ciudadana, el combate al crimen organizado y el gobierno bajo la ley. Como añadió Jacobson, “estas iniciativas de seguridad ciudadana son mucho más que [las acciones] anti-narcóticos”.
Si en 2012 cambió la retórica de la ‘guerra contra las drogas’ en Latinoamérica, en 2013 cambió la realidad. No se trata solo de la legalización de la marihuana llevada a cabo en Uruguay (y en Colorado), sino de otros hechos menos resonantes pero de gran importancia.
• En Colombia, según informó el medio digital La Silla Vacía, la fumigación aérea para matar cocales ha sido suspendida hace más de dos meses. Luego de ataques a dos avionetas de DynCorp (la contratista del gobierno de Estados Unidos que realizaba los vuelos de fumigación) en septiembre, en los cuales murió un piloto estadounidense y otro resultó herido, los vuelos fueron suspendidos por decisión gringa.
• La seguridad parece haber sido un motivo importante, pero también parece haberlo sido el hecho de que, como menciona la Silla Vacía, “arrancaron en La Habana las negociaciones [entre las FARC y el gobierno colombiano] de qué hacer con los cultivos ilícitos y el narcotráfico”. A la vez, Colombia decidió indemnizar con 15 millones de dólares a Ecuador, y cambiar los protocolos de fumigación en la frontera, en contrapartida al retiro de la demanda que Ecuador interpuso en La Haya en 2007 sobre el tema.
• El efecto de la suspensión de las fumigaciones sobre la erradicación manual es casi seguro. Para empezar: esta es mucho más lenta y letal. Desde 2005, siempre según la Silla Vacía, 196 colombianos murieron y 858 fueron heridos en acciones de erradicación. Ahora, mucho dependerá del progreso que se logre sobre el tema en las conversaciones de La Habana.
¿Qué significa eso para el Perú? Llevar un cierto grado de lógica y sentido común a la lucha contra las drogas.
Para empezar, el Perú debe reenfocar sus objetivos estratégicos y centrarlos en la lucha contra el crimen organizado (cuyo incremento cuantitativo y cualitativo es muy peligroso) y, por supuesto, en defensa de la seguridad ciudadana.
«Si en 2012 cambió la retórica de la ‘guerra contra las drogas’ en Latinoamérica, en 2013 cambió la realidad».
En el caso del VRAE, las acciones contra el crimen organizado deben ser parte de una estrategia clara y coherente predicada primariamente en la contrainsurgencia.
Volveré con mayor detalle sobre el tema, pero eso debe significar que no haya erradicación de cocales en el VRAE. Sí debe haber, en cambio, acciones vigorosas contra los eslabones medios y altos del narcotráfico, tales como destrucción de pozas, interdicción del tráfico de cocaína (sobre todo por vía aérea, pero también fluvial y terrestre) y desmantelamiento de organizaciones.
Pero eso, como casi toda experiencia exitosa en contrainsurgencia aconseja, debe ir acompañado por una estrategia de contacto y comunicación constante con el pueblo, para incorporarlo a medidas de desarrollo alternativo y mejora de condiciones de vida y de gobierno.
Entre tanto, aunque sea costoso y de corta eficacia, la desactivación de pistas clandestinas de aterrizaje tiene una clara justificación: ningún Estado que se precie de serlo puede permitir la vulneración impune de su espacio aéreo por el crimen organizado, y mucho menos cuando ello supone un evidente peligro militar, como sucede en el VRAE.
(*)Reproducción de la columna ‘Las palabras’ publicada en la edición 2314 de la revista ‘Caretas’.