En el foro Los beneficios de la paz en Colombia, que tuvo lugar esta semana en el club El Nogal, de Bogotá, el expresidente de Guatemala Álvaro Arzú dijo no conocer una paz mala (“conozco malas guerras, pero no conozco una paz mala”). Quizá no sea el mejor momento de decirlo, pero que las hay, las hay.
No me refiero al apaciguamiento ante adversarios imperiosos y agresivos, como el que definió el legado de Neville Chamberlain, sino a aquellos procesos de paz que suceden a desangramientos prolongados, sin desenlace a la vista y que empiezan con suspicacia y reprimido encono para terminar, tiempo después, con rostros emocionados al momento de firmar la paz, decretar el silencio de las armas y soñar que los padres no enterrarán más a sus hijos.
El vecindario de Arzú, el triángulo norte centroamericano, demuestra que la paz puede sufrir sostenidas derrotas. El proceso de paz salvadoreño fue complejo, difícil, audaz. Contó con el auspicio y apoyo de organismos internacionales y logró, sobre todo, juntar a enemigos habituados a matarse con ensañamiento en los espacios confinados de su pequeño territorio e integrarlos en el tejido institucional que siguió a la paz.
En diversos ámbitos la paz permitió que florezcan varios de los notables talentos del pueblo salvadoreño. Antiguos enemigos alternaron en la presidencia de la nación, de acuerdo con la dirección cambiante de los votos, y compartieron posiciones en los organismos de seguridad. La democracia, aunque funcionara como esos motores viejos que se atoran en enfisemas mecánicos, hizo posible, por ejemplo, un vibrante periodismo de vanguardia —como el de El Faro— que está entre los mejores del continente.
Pero la criminalidad arrasó con los incipientes logros que pudo haber conseguido el pueblo salvadoreño. Si antes, por incomprensible que fuera el razonamiento doctrinario para la mayoría, guerreaban ideologías, proyectos de ingeniería social de alcance universal; ahora la más burda simbología pseudo tribal de bandas marcaba territorio, confiscaba recursos, abolía libertades, se adueñaba de los bienes y los cuerpos de las personas, condenaba a muerte y ejecutaba una y otra y otra vez a la población inerme.
«La contrainsurgencia democrática parece a algunos una contradicción de términos, pero es un conocimiento necesario».
Los antiguos enemigos, supuestos expertos en la organización social de base, resultaron incapaces de proporcionar el más elemental servicio de un Estado a su pueblo: la seguridad frente a los depredadores. Y en ese recargado infierno hobbesiano, las víctimas más frecuentes optaron por la única salida de los indefensos.
La huida de decenas de miles de niños hacia Estados Unidos, a través de territorios crueles e inhóspitos, ha sido una de las mayores migraciones de ese tipo en la historia, trágica como todas las demás. ¿Su respuesta? Redadas, paredes, Trump.
Los niveles de violencia homicida en el triángulo norte se convirtieron en los peores del mundo para naciones que no están en guerra. Así que la paz sí puede fallar y sí puede ser, para muchos, mala. A condición de que a esa disfuncionalidad posconflicto se la pueda considerar paz.
Quizá sea mejor asumir que en ese tipo de circunstancias se pasó de una forma de guerra interna a otra. De insurrecciones ideológicas con fines de reforma social a insurrecciones con fines de lucro a través de un parasitismo depredador. En ambos casos el objetivo es la población y el control (por lo menos clandestino) de territorio y gente.
La contrainsurgencia democrática parece a algunos una contradicción de términos, pero es un conocimiento necesario, quizá precisamente por ser complejo, polémico y de difícil aplicación. Pero el desarrollo de formas precisas de contrainsurgencia para enfrentar las formas más virulentas y arraigadas de crimen organizado es todavía, hasta donde puedo ver, un conocimiento apenas embrionario.
Colombia no es el triángulo norte. No tiene maras sino Bacrim. Una larga, sofisticada y violenta tradición de crimen organizado, en la ciudad y en el campo, que creció en paralelo a la violencia política, que ha mutado mejor que esta y que ahora buscará llenar los espacios que le abre la paz.
Digamos entonces que en Colombia se ha logrado un gran y hermoso avance hacia la paz, pero que esta solo se consolidará cuando se consiga degradar sustancialmente el poder del crimen organizado.
(*) Publicado el 9 de setiembre de 2016 en El País, de España.