Las últimas horas del fundador
Julio Mejía era un hombre recio a quien la pobreza nunca le torció la fuerza ni el camino. Un camión viejo lo dejó una noche de 1971 en una pampa arenosa y batida por el viento, donde, junto con su esposa y sus hijas pequeñas clavaron cuatro esteras sobre parantes y las forraron con plástico azul. Villa El Salvador nacía con el caminar de las esteras por la noche mientras la gente echaba raíces, primero inciertas, luego perdurables, en la arena.
Las ochenta familias fundadoras –María Elena Moyano y Michel Azcueta entre ellas– fueron gente combativa y organizada. Julio Mejía y Lucía Huisa se deslomaron por la comunidad autogestionaria y por su familia. Sudaron sol a sol los ahorros para poder matricular a las tres hijas en un un colegio de monjas españolas en San Isidro. Las chicas de la arena sufrían las burlas de sus compañeras acomodadas, pero su padre las instaba a no bajarle la vista a nadie, “a pelear con quien te ataque y nunca bajar la guardia”. En las vacaciones las otras chicas iban, o contaban que iban, “a Disney” mientras los Mejía cruzaban la pista, con el ollón a cuestas, a la playa Conchán y regresaban luego felices por Lomo de Corvina.
Aunque la pobreza sea corrosiva, cruel y resulte difícil sobrevivirla sin marcas, los Mejía vivían frecuentemente contentos, como pasa con la gente que se percibe realizando esperanzas; y que sabe defenderse. Julio Mejía no era agresivo pero sí macizo, diestro y decidido. Así que nadie les pudo confiscar el progreso.
Era maestro pintor, carpintero y hábil hasta el perfeccionismo en varios menesteres. Con los años, Lucía y él hicieron crecer la choza de esteras en una casa de tres pisos. Las hijas progresaron y una de ellas, Nancy, se convirtió en una de las mejores expertas en seguridad ciudadana en el país. Los años pasaron, Lucía murió y Julio, que nunca quiso reconocerse viejo, encontró que las hijas antaño tan cuidadas insistían ahora en protegerlo a él.
Llegó el Covid-19 y la familia se organizó para evitar la infección, pero al final se contagiaron todos.
Hace pocos días Julio Mejía sintió que la respiración se le cortaba. En la madrugada, su familia lo trasladó por varias clínicas de Lima para que lo atendieran gracias a los convenios recientes entre estas y el Estado. No le permitieron siquiera pisar la emergencia en ninguna. En todas le dijeron que estaban topados de casos y que no lo iban a recibir. Rompió el alba, con Julio agravado y agraviado por el trajinar, el frío y el rechazo y poco después, mientras lo rechazaban en una clínica más, tras varias gestiones, fue aceptado en la Villa Panamericana. Apenas tuvo tiempo de despedirse de sus hijas antes de que la puerta se cerrara tras él y aunque hubo luego una breve conversación por teléfono con una de ellas, no las volvió a ver.
Al día siguiente, llamó un médico para decirles que su padre había empeorado y que debían trasladarlo a una UCI. El problema es que no había camas UCI disponibles en ningún hospital, les dijo, y porque, como hay una larga cola de gente que espera una cama, lo más probable, añadió, es que nadie escoja al señor Mejía, por su edad.
Horas después, en la noche, volvieron a llamar para indicar que Julio Mejía había sido trasladado a una UCI del hospital de Emergencia de Villa El Salvador. Un médico de ahí telefoneó pasadas las 10 de la noche para informarles que su papá estaba “delicado”. Amaneció el martes 25 sin más novedad y conforme avanzaban las horas creció la esperanza. El teléfono sonó a las 12:30 pm. Era otro médico del hospital para informarles que su papá acababa de morir.
Aturdidas por el dolor y debilitadas por la enfermedad, las hermanas sufrieron en toda su dimensión a la desconsiderada e ineficiente burocracia post-mortem. En la tarde del día siguiente enterraron a Julio Mejía en Lurín, junto a la tumba de su esposa, Lucía. Al volver a casa estallaron las angustias del luto, del dolor multiplicado, el vacío desolador.
En el precipitado tránsito del agravamiento a la agonía y la muerte, a través del maltrato insensible en las clínicas privadas, Julio Mejía pasó de una vida plena y renombrable a ser un número más en el activo contómetro de la calamidad. El fundador de Villa El Salvador esfumaba su existencia no solo en una cifra sino en una cifra incierta además. ¿Uno de los 27 mil y pico de la estadística oficial o uno de los 60 mil y pico de muertes que las cifras del Sinadef permiten ver como el número real de víctimas de la pandemia?
Los peores resultados
Las naciones que han vivido largas guerras suelen erigir monumentos al soldado desconocido: el homenaje a aquellos jóvenes que, en la flor de la vida, desaparecieron en el huracán de la violencia sin dejar huella ni tumba. Otras naciones, las que padecieron catastróficos infortunios, se esfuerzan por identificar a sus muertos y reconstruir sus historias, para no olvidarlas nunca a fin de que no vuelvan a ocurrir jamás.
Julio Mejía fue el Perú. Su vida y su muerte representaron las fuerzas y las adversidades que marcan la circunstancia de millones de peruanos. La Peste se ha llevado la vida de decenas de miles de ellos y lo que imperativamente debemos lograr en poco tiempo es parar esta matanza y convertir el desastre actual en una victoria definida por la cancelación de las muertes por epidemia.
Cuando se decide y planea combatir la adversidad, lo primero que se debe hacer es mirar la realidad y comprenderla claramente. Eso, en una democracia, no debe regir para unos pocos dirigentes sino para todos.
Miremos primero el daño. En cinco meses la plaga ha matado tanta gente en el Perú como la que murió durante los doce años de guerra interna contra Sendero Luminoso y el MRTA. Durante esos años de violencia brutal hubo muchas víctimas sin registro ni memoria ni testigos. Pero murieron alrededor de 65 mil personas como consecuencia directa del conflicto.
En cuanto al Covid-19, dado el alto subregistro de muertes, la forma más precisa de calcularlas es la que permite la relación de muertes no violentas del Sistema Nacional de Defunciones (SINADEF). Al comparar por mes los registros de 2020 con los de 2019 y 2018, se puede determinar con alto grado de certeza el aumento anormal de muertes durante los meses de plaga como resultado de la letalidad de esta.
El siguiente cuadro, elaborado con información del SINADEF, lo expresa con claridad:
Como se ve, durante los primeros tres meses del año, los números de muertes no violentas siguieron el patrón estadístico de los dos años anteriores. Incluso en marzo de este año hubo menos muertes por ese concepto que en 2019. En abril, la situación cambió por completo. Y aunque es posible que la muerte de algunas víctimas no haya sido registrada, el cuadro de defunciones muestra con mayor exactitud que cualquier otro método, al restar los aumentos anormales del promedio usual, los números globales de víctimas causados por la epidemia.
En el cálculo he restado de las muertes no violentas desde el 1 de abril hasta el 25 de agosto de este año las del mes correspondiente de 2018 o 2019 en el que fueron mayores. Así, dado que las muertes en mayo, junio, julio y agosto de 2018 fueron mayores que las del mismo período del 2019, las he usado para restarlas de las del 2020 y poder establecer con menor margen de error el número atribuible al Covid-19.
El resultado: En poco menos de cinco meses este año, hubo 66 mil 610 muertes que, con un grado de probabilidad cercano a la certeza, fueron causadas por el Covid-19.
Así de grave es.
¿Cómo se proyecta el escenario de aquí a fin de año? Asumamos que las acciones se limiten, en lo esencial, a confinarnos a esperar la llegada de la vacuna, con algunas medidas paliativas para aminorar el sufrimiento de los enfermos, las limitaciones de los sanos y los destrozos autoinfligidos a la economía.
En tal caso, como ha sucedido hasta ahora, continuarían los contagios y las muertes que originan, afectados solamente por los porcentajes de gente inmune que, por ahora, provocarían una cierta disminución de la letalidad en unas áreas y ninguna en otras.
Si se diera el caso y disminuyeran a 12 mil las muertes mensuales atribuibles al Covid-19, ello significaría 48 mil muertes más hacia el fin de año, con lo cual las víctimas de la plaga entre abril y diciembre de 2020 pasarían las 100 mil. Eso sería superior a la suma de muertes ocasionadas por la guerra contra Chile el siglo XIX y la guerra interna del Perú contra Sendero Luminoso el siglo XX. Sería también superior al peor desastre natural que hemos sufrido en el país: las 80 mil muertes por el terremoto de Áncash en 1970.
Hace pocos meses, al describir los resultados de las medidas tomadas para enfrentar la pandemia, IDL-R escribió que lo que se había hecho era fracturar los huesos de la economía mediante el confinamiento extremo, la interdicción y el cierre de actividades. La brutal recesión por decreto significó, ya sabemos, las pérdidas masivas de empleos, las quiebras generalizadas, el cese de ingresos económicos para quienes añadieron al confinamiento la angustia del presente y, sobre todo, la del futuro. Las medidas de alivio, como los bonos de ayuda económica, costaron mucho en términos globales y resolvieron muy poco en términos particulares. Compartieron con muchas otras medidas de la cuarentena general su alto costo y bajísimo beneficio.
El resultado – lo que, al fin, es lo que cuenta–, ha sido una recesión sin precedentes, que no será en absoluto, como se pensó, el costo inevitable del enfrentamiento a la pandemia, sino un factor adicional en la crisis de hoy y, si no se hace lo que se debe, el posible desastre de mañana.
Tal como se ataca un incendio, las curaciones sumadas fueron apagando focos y reduciendo otros mayores hasta terminar de apagarlos también.
¿Qué pasará si seguimos por la misma ruta de los meses anteriores, sin un cambio firme y decisivo de estrategia? Pensemos en el muy posible escenario de alrededor de 100 mil muertos por la epidemia, con brotes y rebrotes cambiantes, con servicios médicos saturados, socavados por la fatiga y las propias bajas de su personal, encallecidos por el desfile multitudinario de enfermos a quienes no se puede atender, que pasan de la agonía a la muerte y ahogan también la capacidad de disposición de cadáveres. Grupos cada vez mayores llegan con las manifestaciones inequívocas de desnutrición, sin medios para comprar ni medicina ni tampoco alimentos y menos para pagar el oxígeno que nunca alcanzará. La pobreza morderá con mayor desgarro; la delincuencia violenta ya no será puramente criminalidad sino también supervivencia.
En esas condiciones, entraremos a una brevísima campaña de elecciones generales para elegir a los gobernantes, al Presidente y al Congreso, que se harán cargo de nuestro destino durante los siguientes cinco años, a partir de un bicentenario marcado por el duelo.
¿Qué pasará entonces? Veamos a nuestro alrededor ahora para percibir lo que nos guarda el futuro. ¿Qué partidos, qué líderes se han levantado a la altura del desafío existencial que enfrentamos? De los conocidos, ninguno. De los emergentes, tampoco. Vemos las encuestas y son intercambiables con un reality rascuachento. Hay mucha gente que vale, pero me temo que no la veremos en ninguna lista de candidatos en la que será una de las elecciones con campaña más corta, en peores condiciones; y a la vez de las más importantes en nuestra historia.
¿Quiénes podrán salir elegidos? En la premisa de que el escenario no experimente grandes cambios de estrategia y de política, el gobierno que entregue el poder el 2021 será uno marcado con el estigma del fracaso. Su descrédito no solo lo afectará a él sino al sistema democrático.
La historia de las plagas y las pestes indica que la desgracia opaca la razón y que, en medio de estridencias y violencias y búsqueda desesperada de argumentos simples y soluciones carismáticas, los demagogos y los tiranos encuentran un terreno propicio para prosperar.
Hoy, en el mundo entero, las democracias enfrentan peligros, acosos y tensiones que hacen crujir sus estructuras. La situación no era buena antes de la pandemia. Una oleada de nuevos autoritarismos – represores, chauvinistas, demagógicos– recordaba el escenario mundial al inicio de los años 30 del siglo pasado. Pero ahora, el efecto destructor de la epidemia ataca en particular a las democracias.
A fines de junio pasado, con las firmas de más de 500 intelectuales, personalidades cívicas y líderes políticos del mundo entero suscribieron un manifiesto que llama a defender la democracia [“ A Call to Defend Democracy”].
“La pandemia del Covid-19” sostiene el documento que traduzco del inglés, “no solo amenaza las vidas y el sustento de los pueblos en el mundo. Es también una crisis política que amenaza el futuro de la democracia”.
Un párrafo del manifiesto tiene particular resonancia para el Perú: “La democracia no garantiza un liderazgo competente y un eficaz gobierno. Pese a que predominan las democracias entre los países que han actuado con mayor eficacia para contener el virus, otras democracias han tenido pobres desempeños en su respuesta a la pandemia y han pagado un alto precio en vidas humanas y seguridad económica. Las democracias con pobre desempeño debilitan a sus sociedades y crean aperturas para los autoritarios”.
El Perú tiene uno de los peores resultados mundiales en la lucha contra el Covid-19. En el siguiente cuadro del Financial Times, están resaltadas por color las naciones del Hemisferio objeto de análisis, sobre un fondo de aparentes garabatos que representan a los otros países del mundo. Se trata del promedio semanal de nuevas muertes por millón de habitantes, actualizado al 26 de agosto. Como se ve, el Perú encabeza la lista luctuosa a nivel mundial.
En otro cuadro, también del Financial Times, se compara la disparidad entre el exceso de muertes en un mes dado en comparación con el promedio histórico del mismo mes. Es el método utilizado para deducir el número real de muertes por Covid, pero aquí se utiliza para comparar la disparidad entre países. Es información actualizada hasta mediados de julio, pero sigue siendo reveladora, sobre todo si se la integra al cuadro anterior.
Tenemos algunos de los peores resultados en el mundo en cuanto a la lucha contra el Covid-19. ¿Qué pasó? ¿Acaso el Perú no fue elogiado internacionalmente durante las primeras semanas por su estricta cuarentena y su ordenada economía, con abundantes reservas que podían ser utilizadas para aliviar el peso de la etapa del “martillo” para luego poder pasar a la de “danza”? ¿No aplaudía la gente desde sus ventanas y balcones y no subió el presidente Vizcarra hasta casi el 90% de aprobación?
Todo eso es cierto. El Perú siguió las recomendaciones de los supuestos expertos internacionales y de organizaciones como la OMS. Y lo hizo con el particular empeño y aplicación que pone un alumno chanconcito que quiere impresionar al jurado. Y vaya que lo logró.
El problema fue que muy pocas personas conocían el comportamiento del virus o tenían la capacidad para deducirlo correctamente. Hubo naciones y territorios con experiencia previa en epidemias de coronavirus, como Taiwán, Hong Kong, Corea del Sur, que reaccionaron muy rápido y bien. Pero la mayoría de naciones tuvo que aprender y pagar el precio de acuerdo con lo rápido y eficaz que fue su aprendizaje.
Igual o peor sucedió con las organizaciones especializadas. La Organización Mundial de la Salud no recomendó durante un tiempo el uso de mascarillas, por ejemplo. Y su posición y recomendaciones sobre tratamientos fue por lo menos errática.
El asesoramiento científico estuvo profundamente dividido, con polémicas sobre el uso o no de medicamentos, en los que fue pronto claro que las posiciones a favor o en contra estaban conformadas por una serie de elementos (egos hipertrofiados con consecuentes enemistades, confrontaciones institucionales, preferencias políticas, relaciones corporativas) que tenían poco o nada que ver con la ciencia. En el caso de la hidroxicloroquina, por ejemplo, se falseó datos en un estudio, se administró sobredosis en otro, se autorizó su administración en la etapa post-viral, cuando no sirve, se introdujo protocolos al medicamento recetado cientos de millones de veces durante 70 años, como si se tratara de una sustancia radioactiva. Fue escandaloso y se presentó como ciencia.
Además, al recomendar cuarentenas estrictas, no se analizó ni las mejores prácticas de cuarentenas parciales focalizadas (como en Taiwán o Corea del Sur) ni, sobre todo, las circunstancias en las que se iba a imponer la medida a naciones sin posibilidad real de llevarlas a cabo. Nueva Zelandia pudo hacerlo bien, por un tiempo relativamente corto. En el Perú, algunos distritos urbanos de clase media y alta pudieron hacerlo también. Pero el conocimiento más básico de la circunstancia de la mayoría de población indicaba que el confinamiento rígido no era posible. Que iba a haber muchos quiebres, por donde se iba a infiltrar el contagio y que este se iba a expandir como pólvora encendida en las habitaciones atestadas de la pobreza.
No se ofreció atención primaria porque se confió todo al confinamiento. Cuando este falló, como era inevitable, los servicios de emergencia fueron saturados y ahogados en cortísimo tiempo. Y luego, en lugar de corregir con rapidez lo que ni funcionaba ni iba a funcionar, se insistió en lo mismo, se subregistró información, o se la escamoteó, para mantener la “imagen” y las preferencias. Después, cuando se decidió darle importancia a la atención primaria, se lo hizo a medias.
El virus prosperó, avanzó la peste y causó el daño que hemos visto y sufrido. Y todo esto sucedió en muy pocos meses.
¿Es responsable el gobierno de este descalabro? Si bien lo es en tanto se produjo bajo su ejercicio del poder y toma de decisiones, es cierto también que siguió el consejo de los supuestos expertos sobre una plaga respecto de la cual muy pocos sabían algo. Faltaron voces críticas dentro de quienes tomaban decisiones y capacidad de reacción rápida ante un rumbo claramente equivocado. Y también faltó conocer algo más de historia, para saber que todo consejo experto debe ser escuchado pero también evaluado críticamente y sometido a segundas y terceras opiniones antes de adoptarlo o desecharlo.
“La mayor fuerza de la democracia” dice el manifiesto citado arriba, “es su capacidad de autocorregirse […] Mediante la democracia, los ciudadanos y sus líderes elegidos pueden aprender y crecer. Nunca ha sido más importante, para ambos, hacerlo que ahora”.
Tienen razón. Muchos hemos aprendido, en el corto y devastador tiempo de la peste. Ahora falta aplicar lo aprendido y crecer en el proceso.
Tal como se ataca un incendio
Es poco probable que la vacuna llegue, y pueda aplicarse, en el 2020.
Pero este país necesita vencer a la pandemia antes de fin de año.
El concepto de victoria significa reducir sustantivamente el número de enfermos, para que los contagios en lugar de crecer, se reduzcan de manera dramática hasta que la epidemia se degrade en focos infecciosos paulatinamente menores.
¿Cómo hacerlo? Atacar al virus a través de la atención primaria centrada en el tratamiento temprano de la enfermedad, durante la etapa de infestación viral.
Hay dos etapas en el proceso del Covid-19 dentro de las personas contagiadas que desarrollan síntomas. La primera es la viremia, en la que el virus se reproduce aceleradamente y afecta potencialmente a varios órganos, aunque en forma más común a los pulmones. En la segunda etapa, el sistema inmune del organismo, reacciona. En unos casos, la reacción es adecuada y el enfermo se cura solo. En otros, en cambio, la reacción es tardía e imperfecta y provoca una respuesta exagerada que desemboca en una cascada inflamatoria descontrolada, una tormenta de citoquinas que puede llevar a la muerte a la persona atacada por el virus.
La etapa de la viremia y la de la respuesta inflamatoria se cruzan en un momento de la enfermedad, pero empiezan y terminan con la predominancia de uno u otro factor, de la siguiente manera:
Durante toda la larga primera etapa del crecimiento de la pandemia en el Perú, la respuesta estuvo centrada en dos pasos:
- Evitar el contagio mediante la cuarentena, el confinamiento y la interdicción de movimiento. Si, pese a ello, se producía el contagio, observar al enfermo, paliar síntomas con medicamentos como el paracetamol y esperar que se cure solo;
- Si el paciente se agravaba, llevarlo a alguna de las UCIs establecidas o las que estaban en proceso de adquirirse o instalarse. Recordarán cómo durante un tiempo casi solo se mencionaba las UCIs como respuesta al Covid-19. En muy poco tiempo se produjo la aglomeración en hospitales, la saturación de los servicios, la desesperación de la gente; y luego las escenas de las víctimas del contagio acampando en las afueras de los hospitales con el agravamiento y la agonía a cuestas, mientras las fotos de inauguración se transformaban en escenarios infernales de desgracias. Sobre todo, mientras los hechos dejaban claro que en el Perú, a diferencia de, por ejemplo, el norte de Italia, el Covid-19 atacaba especialmente a la pobreza.
En medio del naufragio de los servicios hospitalarios, gran parte de las postas médicas, de los centros de atención primaria, permanecieron vacíos o cerrados. En casi toda la primera parte de la peste, no hubo nada entre el contagio y el área de la UCI. Muchos profesionales médicos sugirieron, desde el principio, el empleo “fuera de etiqueta” de medicamentos promisorios, especialmente la cloroquina y la hidroxicloroquina. No les hicieron caso.
Ya entonces había una campaña internacional para impedir el uso terapéutico de la hidroxicloroquina y la cloroquina contra el Covid-19, que en poco tiempo dividió amargamente a buena parte de los científicos con argumentos que en última instancia tuvieron poco que ver con la ciencia. Una parte del problema surgió del apoyo que demagogos y políticos de derecha, como los presidentes Donald Trump y Jair Bolsonaro y el primer ministro indio Narendra Modi, dieron a la hidroxicloroquina. Desafortunado, sin duda. Pero uno podría recordar aquella vieja canción de protesta: “¡Qué culpa tiene el tomate…!” o la hidroxicloroquina, en verdad.
En estos meses, la polémica ha sido intensa y, en momentos importantes, muy deshonesta, como sucedió con el artículo en contra de la hidroxicloroquina publicado en The Lancet, nada menos, que tuvo que ser retractado luego de descubrirse que utilizó información falsa. En otros estudios se administró hidroxicloroquina a personas que ya estaban en la fase de cascada inflamatoria, cuando esta medicina debe ser utilizada en la parte inicial del contagio y la aparición de síntomas, para combatir el virus.
Aparte de la publicación de unos estudios sólidos sobre el tema, la extensa experiencia terapéutica en diversos lugares ya ha dejado resultados claros.
- En Francia, la comparación de mortalidad por efecto del Covid entre París y Marsella es elocuente. En Marsella, el empleo del tratamiento basado en la sinergia de la hidroxicloroquina con la azitromicina, ha sido extendido e intenso. Marsella tiene 1/5 de las muertes en París y su índice está en continua baja a diferencia del de París. Lugares cercanos a Marsella, con características muy parecidas, registran también diferencias significativas en el número de víctimas, a favor de Marsella.
Dentro de esa ciudad, donde opera el hospital universitario dirigido por el eminente (y feroz) Didier Raoult, el porcentaje de muertes es mucho menor.
La tendencia comparativa entre París y Marsella es sin duda elocuente:
- En el continente, el caso más dramático fue el de Guayaquil. IDL-Reporteros cubrió en detalle, a través de una entrevista con Jaime Nebot, el espectacular resultado de salir del que entonces era el peor escenario del mundo, con cerca de 500 muertos al día, a casi ninguno y luego ninguno, dos meses después. La estrategia, llevada a cabo sobre todo por la sociedad civil organizada y que tuvo en el ex alcalde y candidato presidencial Nebot a un líder respetado, se predicó en el tratamiento temprano y agresivo para frenar la pandemia.
El tratamiento estándar estuvo basado en la combinación sinérgica de hidroxicloroquina y azitromicina para la fase temprana de los síntomas. Eso fue acompañado por una atención social (sobre todo en la alimentación) eficiente, que llegó a cada lugar donde se entregó las medicinas; y también por cuarentenas cortas de las personas bajo tratamiento.
La cuarentena no bajó los casos. La curación lo hizo. La masiva acumulación de tratamientos exitosos simultáneos redujo la población viral y por ende su propagación. Tal como se ataca un incendio, las curaciones sumadas fueron apagando focos y reduciendo otros mayores hasta terminar de apagarlos también. Igual que los incendios, los rescoldos pueden prenderse de nuevo, pero es un mundo de diferencia lidiar con eso a enfrentar el infierno de los contagios fuera de control, como sucedió allá y sucede hoy aquí.
- En el Perú hay casos relativamente pequeños pero que ya han logrado resultados significativos. En Tahuantinsuyo Bajo, por ejemplo, en Lima Norte, se enfatizó el tratamiento temprano utilizando hidroxicloroquina o ivermectina con azitromicina. Los resultados, fueron los siguientes: de 1051 personas tratadas (con síntomas de la enfermedad), solo 16 tuvieron que ser hospitalizadas. El 98.5% de pacientes logró curarse. Si esto se aplica en forma generalizada en el país, el control de la pandemia será muy rápido.
La experiencia de campo bajo condiciones de masivo tratamiento temprano, dosificación precisa y seguimiento adecuado, son contundentes. El otro factor que hace posible el tratamiento generalizado es lo barato de las medicinas. La hidroxicloroquina y la cloroquina son tan antiguas que ya no tienen patente. Su costo, como sucede también con la azitromicina, es muy bajo. En Estados Unidos, el tratamiento completo cuesta menos de 20 dólares por persona. En Guayaquil eso significó que el costo de los remedios para controlar la pandemia fue muy bajo y estuvo al alcance de la sociedad civil.
Esa puede haber sido una de las razones que explican la irracional hostilidad a siquiera haber considerado el uso de una vieja medicina que a lo largo de decenios y de decenas de millones de recetas, de uso no solo curativo sino profiláctico incluso con niños y mujeres embarazadas, probó ser inocua y bien tolerada.
Los mismos que no pusieron objeción al uso fuera de etiqueta del Remdesivir, un medicamento caro, bajo patente, que se creó para curar el ébola (con resultados poco halagadores), sugirieron todo tipo de peligros imaginarios con el uso de la hidroxicloroquina.
Si se espera a la o las vacunas sin hacer nada, decenas de miles de personas morirán en este país. Y una cantidad exponencialmente mayor en el mundo. Cuando llegue la vacuna en ese escenario, la demanda será tan grande que los precios serán altos y las ganancias enormes, por decirlo con el menor énfasis posible.
De otro lado, si el incendio epidémico está a punto de ser controlado, la necesidad de la vacuna permanecerá igual, pero la urgencia será menor y en consecuencia los precios también.
Está claro que existe una importante investigación por realizar en cuanto a los conflictos de interés en la intersección entre las megacorporaciones farmacéuticas y una parte de la profesión médica y del negocio de la salud. No es el momento de hacerla cuando la prioridad absoluta en el país debe ser salvar vidas y hacerlo de una vez con los medios que, a la luz de un análisis responsable, están al alcance de una acción pronta.
Hay una gran cantidad de médicos que en forma abierta o discreta han utilizado la hidroxicloroquina, la azitromicina y ahora, por supuesto, la ivermectina. Pero quien ha sostenido y defendido abiertamente, una y otra vez, la necesidad y utilidad de su uso es un médico de renombre: Roberto Accinelli.
Accinelli es un neumólogo eminente, profesor principal y actual director del Instituto de Investigaciones de la Altura de la Universidad Cayetano Heredia, cuya labor como investigador, ha ido pareja a una práctica clínica de décadas. Esa es una de las ventajas de portar varios años encima, a condición de que sean lúcidos. Nada se compara a la experiencia de un largo millaje a disposición de un recuerdo inteligente.
Accinelli sostiene, basado en la evidencia, que el uso de la hidroxicloroquina con la azitromicina es el tratamiento eficaz en la etapa temprana del Covid. Y afirma además, que aquellos pacientes que entren en la etapa de la tormenta de citoquinas pueden ser también salvados mediante “pulsos” (dosis altas) de los glucocorticoides metilprednisolona o dexametasona.
Su mentoría a médicos jóvenes que enfrentan, con pocos medios, situaciones difíciles, lo lleva a dar frecuentes charlas por internet, como esta reciente a la Mancomunidad Regional de los Andes, en la que respondió la pregunta: “¿Hay tratamiento para el Covid-19?”. La respuesta fue, claro, positiva. Pueden ver su explicación y desarrollo en este link.
Nadie debe morir en el Perú hoy por causa del Covid”, sostiene Accinelli. Se los puede curar durante la viremia y se puede salvar a la mayoría, excepto los casos donde hay un grave deterioro, durante la tormenta de citoquinas.
Si nadie debe morir, ¿por qué han muerto tantos?
Es una dura pregunta, que provocará muchos desgarros de alma entre gente honesta en el futuro.
La respuesta es la misma que se aplica a una gran cantidad de eventos que modificaron el curso de la Historia. Decisiones incorrectas, estrategias equivocadas, que condujeron a resultados dolorosamente diferentes a los que se pensaba lograr. El título de la novela de Emile Zolá: “La debacle”, sobre la fatídica decisión de Francia, de declarar la guerra a Prusia en 1870, previendo una victoria que terminó en desastre, ilustra bien ese concepto.
El daño sufrido es irreversible, pero si se hace lo que hay que hacer ahora, se podrá evitar daños mucho mayores. Se podrá vencer a la peste en 2020, evitar mayor fractura económica y fortalecer la democracia, demostrando su capacidad de aprender, de corregir rumbos y de convertir una serie de contrastes en una reacción victoriosa.
Movilización social
¿Cómo hacerlo? Con una intensa movilización nacional, que articule la acción del Estado con la de la sociedad civil organizada.
A diferencia de Guayaquil, el desafío ahora es actuar en todo el país, en forma virtualmente simultánea, para sofocar los incendios virales con tratamientos que lleguen a todas partes, con una gran movilización sanitaria de médicas y médicos, enfermeros y enfermeras, técnicos y administradores, que habilite postas, colegios y que actúe apoyada por todo el aparato estatal, en sincronía con las organizaciones populares (como juntas vecinales, rondas campesinas, cads). Y que cuenten a la vez con el apoyo de las empresas e instituciones civiles de la zona, la región y las que tienen presencia nacional, especialmente aquellas con estructuras logísticas bien articuladas.
El objetivo es hacer llegar el tratamiento temprano a todos los lugares donde sea necesario, administrarlo bajo la supervisión de médicos presentes y telemédicos, con el personal de salud en el lugar para hacer el seguimiento de cada caso. La colaboración de las organizaciones locales dará no solo información precisa sino ayudará a que los enfermos guarden la relativamente corta cuarentena que necesitarán hacer hasta que estén curados.
Quienes guarden cuarentena deberán recibir apoyo alimentario y social. A la vez, como parte de una recuperación económica inteligente, la movilización de rondas y juntas vecinales debe ser pagada, aunque sea en forma modesta, para que la lucha sea a la vez un trabajo y una actividad que no choca con la necesidad de supervivencia sino la facilita.
Lo mismo debe suceder con los comedores populares y las ollas comunes. Debe haber subsidios que conciten el interés de participar en medio de situaciones económicas desesperadas. Las empresas deben ayudar. Algunas, como el grupo Añaños, por ejemplo, lo están haciendo con energía en su zona de origen. Pero un sistema emulativo de donaciones, equipos y trabajos específicos puede ser organizado con prontitud y eficacia.
En el esfuerzo liderado por el cardenal Pedro Barreto para llevar plantas de oxígeno a Huancayo y Jauja, la Caja Huancayo y la empresa minera Corona hicieron donaciones de gran importancia. Pronto se anunciaron otras donaciones para el oxígeno, de un grupo financiero. Insuficiente aún, pero es el tipo de emulación que se requiere.
El banco de alimentos, debidamente reforzado, puede ampliar con rapidez el alcance de sus operaciones, sobre todo si las donaciones de alimentos se hacen públicas y se incrementan.
La capacidad logística de varias empresas puede ponerse en acción con rapidez y eficiencia, si se coordina bien.
El esfuerzo “¡Resucita Perú!” que lidera el cardenal Barreto, convoca cada semana a personas nuevas, de heterogénea procedencia, pero, según todo indica, unidos en la circunstancia por el deber de ayudar al país a emerger de la tragedia.
El gobierno central ya ha iniciado los primeros contactos y las coordinaciones iniciales en este esfuerzo. La participación disciplinada y sólida del Estado –como lo está haciendo la Fuerza Armada, por ejemplo– puede darle el margen de alcance y eficacia que es indispensable.
Curar, alimentar, apoyar a que se recupere la salud y la energía básica para ponerse a caminar de nuevo. Tener como meta el control de la pandemia para fin de año. Que sea la meta común de la sociedad civil, en su diversidad, y del Estado.
Aplicar la ley de movilización nacional si resulta necesario, como quizá lo sea. Pero que en la medida de todo lo posible, sea un concurso voluntario de los ciudadanos decididos a salvar a su República, a llevar el duelo de quienes hemos perdido con la certeza de que gracias a lo hecho desde hoy se salvó no solo el presente sino la dirección de nuestro futuro.
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